Ahora les presentamos una reseña sobre una de las comedias más increíbles que hay en el cine todavía (por los que aún no la han visto):

Un rostro cargado de base blanca. Un llamado. Duda. Se limpia la cara, no la necesita. Duda. Camina al escenario. Un abanico se abre, se cierra. Empieza.

Un monólogo interpretado doblemente por un actor y dos personajes, una reflexión profunda y tan cotidiana como una anécdota, una vida completa que tiene que, a cada momento, replantearse, repensarse, reestructurarse entre cómo se piensa y lo que el mundo le impone, lo que la sociedad le indica. Guillaume y los chicos, ¡a la mesa! (Les Garçons et Guillaume à Table!, Francia, 2013) se va desarrollando como una plática de sobremesa con un amigo que tiene que contar la vida, sino la vida se le va de las manos. La etiqueta sencilla sería que estamos ante un viaje iniciático: el descubrimiento de su sexualidad, el enfrentamiento con las figuras de autoridad que le impiden “ser quien es”, pero la puesta en escena monológica, rememorante, es y provoca muchísimo más: Guillaume Gaulliene interpreta un personaje de personalidad múltiple (o quizá, más bien, una personalidad que se desdobla en dos personajes) que pone a dialogar no sólo la conformación anímica, genérica y sexual de Guillaume, sino también el desarrollo afectivo de la madre.

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Guillaume… comienza como cualquier película queer, y se regodea durante un buen tramo de la película con los clichés que en buena medida han conformado el género, pero el juego se hace evidente: todo está en pos de hacerle creer al espectador, hacerle creer a los otros personajes con los que Guillaume se desenvuelve a lo largo de la película. Y es que, en el juego tan rígido de la masculinidad, el “hacer creer” es la única posibilidad de movimiento que hay. En esto, la película tiene un guiño con la literatura de Oscar Wilde —el irlandés homosexual que le enseñó a la alta sociedad inglesa heterenormativa lo que era ser (lo que en realidad era hacer creer) un inglés elegante—: son los pequeños detalles, las manías, los vicios del lenguaje, la respiración (“c’est la souffle!” dice epifánicamente Guillaume) lo que conforma el “deber ser” mujer, la plasticidad de la femineidad se topa de cara, de frente y destruye la rigidez de la masculinidad. Los roles de género, la forma como y “hasta dónde” se pude pensar el hombre como hombre es lo que está detrás, sobre y alrededor del monólogo de Guillaume, que razona sobre expectativas, posibilidades e imposibilidades de “no parecer” hombre y, por tanto, ser cancelado como tal, arrojado fuera del marco de género.

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La película en realidad no versa sobre la sexualidad, no es un reto a la heteronormatividad de la sociedad burguesa (o de valores burgueses, más bien) francesa —en esto, no es una película de Almodóvar, aunque si hiciéramos lista de elementos podría decirse que los contiene todos—, más bien es una profunda y divertida pregunta sobre géneros y “conductas”, sobre cómo nos pensamos hombres. Eso. Les Garçons et Guillaume à Table! es una película desde la “no”-hombría.

Es, también, una serie de epifanías que se van estructurando como la única posibilidad de comprender el yo, ese yo de Guillaume tan otro; son epifanías que reconocen la necesidad del otro (en este caso, el otro es la mujer, las mujeres: el ser mujer) para encontrarse. Es la base teórica del psiconálisis: necesitamos al otro, que el otro nos escuche y vertirnos en él para que de lo que veamos, nos encontremos. Y Guillaume se vierte, explota, sonríe, se enamora, destruye el consultorio del terapeuta… se re/di/con/vierte tanto, en esa obra monológica y en su memoria, que pone en duda el papel del espectador: si es sólo un monólogo interno que tenemos la buena suerte de escuchar, o estamos ahí para representar un diálogo uniláteral, somos trampolín de sus epifanías que, una vez que aparecen no pueden dejar el mundo igual. Guillaume sonríe desde una de tantas sonrisas y sabemos que ni él ni nosotros podemos volver a la condición anterior. “Les filles et Guillaume à table!”, grita su amiga, él bebe una copa de vino blanco mientras se da cuenta que esa frase nunca se la habían dicho, que su acto de individualización frente a sus dos hermanos, que la conformación de su persona, de su ser otro ha encontrado ahí —en esa frase tan del diario, tan dicha de golpe, como quien no se ha dado cuenta que le han descubierto el mundo— razón de ser. Sonríe.

Raúl Cruz  @rcteseida 

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