Por Mariana Pedroza

Si apenas este mes te vienes percatando de que, seguramente, no cumpliste tus propósitos de año nuevo, ya te habías tardado. Puedes culpar a la falta de disciplina, a la desidia, a la crisis económica o a tu forma de vida que no te da respiro ni para desayunar.  Y sí, es verdad que lo pudiste haber hecho mejor, quién soy yo para juzgar eso. Sin embargo, partiendo de que pronto volverás a hacer nuevos propósitos, conviene valernos de ellos para pensar algo más respecto a nosotros mismos.

Me gusta ver las listas de propósitos como una especie de género literario que muestra el esfuerzo titánico de los individuos por atender cada una de las áreas de su vida y, más aún, por destacar en ellas, creando una tensión entre los polos difícil de saldar; claro, porque hay que dar tiempo de calidad a los hijos y paralelamente ascender en el trabajo, hacer ejercicio pero sin dejar de procurar a los amigos, dormir bien pero sin llegar tarde a la oficina y todo eso manteniendo el buen ánimo y la calma.

Este tipo de imposiciones imposibles ha sido denunciada ya por varios grupos de feminismos. Pienso, por ejemplo, en la cuenta de Twitter @manwhohasitall que, jugando a invertir los roles para evidenciar el absurdo, muestra, entre otras cosas, las exigencias contradictorias e inasequibles a las que las mujeres son sometidas; o en los textos que ponen en evidencia lo imposible que resulta cumplir con los estándares impuestos en la maternidad, como éste de Lauri García Dueñas o éste otro de Tania Tagle.

Si bien en el caso de las mujeres el problema es más evidente, precisamente porque se pretende que operen con igual efectividad en la esfera del hogar y en la esfera pública, como profesionistas y como cuerpos de consumo que deben estar siempre perfectos para disposición de la mirada masculina, los varones también padecen su cuota de sobreexigencia.

La pregunta es qué ganamos sobreexigiéndonos, si precisamente parece que lo único en lo que deriva es en frustración. Los intereses sistémicos juegan un papel importante en este punto: una persona insatisfecha es el blanco perfecto para el consumismo y su inseguridad lo es para la manipulación, por lo que la insatisfacción es continuamente fomentada por los medios (otro tema muy tratado por el feminismo: a nadie le viene mejor que odies tu cuerpo como a los productos cosméticos, por ejemplo).

Sin embargo, a mí me gustaría detenerme un poco más en lo integrado que tenemos el individualismo. Yo siempre bromeo con que la vida no me da para ser simultáneamente mi esposo y mi esposa: tener limpia la casa, los alimentos preparados, el cuerpo ejercitado, la mascota atendida y el trabajo al día. ¿Pero quién dijo que tenía que hacerlo sola? ¿O que la única salida sería entrar en un sistema heteropatriarcal en el que de hecho me consiga, por ejemplo, un esposo, para ya no preocuparme por mi sustento?

La familia nuclear aislada es un fenómeno social relativamente nuevo en este país –además de urbano y de relativo privilegio–: antes las familias fungían como microcomunidades de cooperación. Yo que no soy muy familiar (tal vez porque soy hija de mi generación) no puedo invitar a regresar a ese viejo esquema, pero parece que abandonamos esa forma de organización colaborativa sin sustituirla por ninguna otra.

Quizá entonces el problema no es que no podamos hacerlo todo, sino que hemos creído que tendríamos que hacerlo todo sin ayuda, en vez de generar dinámicas sociales efectivas de apoyo e intercambio.

No hay forma de concebirnos como entes aislados sin fracasar en el proceso. Por eso es que la distribución del trabajo ha ocurrido tan orgánicamente en todas las civilizaciones, porque es más operativo cuando, pensando a la comunidad como un todo, aceptamos nuestros límites y nos ceñimos a una sola función social mientras otros atienden otros rubros, de manera que al final del día –idealmente– todos nos beneficiamos del trabajo de todos.

Ahora, esto no sólo funciona en términos de producción sino también desde un punto de vista relacional: cualquier grupo que tiene un fin en común (desde una pareja con hijos hasta una pequeña empresa) reúne a individuos con talentos y limitaciones distintas. El aprehensivo será un dolor de cabeza por su constante previsión temerosa, pero será gracias a él que se ponga atención sobre ciertos peligros potenciales; el relajado será un lastre de vez en cuando, pero será gracias a él que se mantenga la compostura o se escuchen todas las partes, etcétera. Aceptarse parte de un todo mayor a nosotros mismos permite aceptar también nuestra propia parcialidad, en vez de vivir recriminándonos por no poder ser todo al mismo tiempo.

Es verdad que la práctica del autocuidado es compleja y pluridimensional, y que una vida sana requiere de un equilibrio. En ese sentido, este texto no es una invitación a simplemente volcarnos sobre un área de nuestra vida y descuidar las otras, ni encontrar consuelo en el hecho de que nuestro estilo de vida no propicie tal equilibrio, pero si a generar una lectura más compasiva de nuestros propios límites y, aunque en lo inmediato no parezca tan viable, seguir buscando formas de apoyo mutuo para que la vida cotidiana pueda ser más sostenible.

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Mariana Pedroza es filósofa y psicoanalista.

Twitter: @nereisima

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