La violencia no es aquello que rompe el diario devenir: no es un choque, un golpe en la calle, una manifestación, una estación de Metrobús incendiada. La violencia no es un objeto de estudio sobre el que se pueda teorizar sin caer en violentar el lenguaje, normalizando el dolor. La violencia es el sistema.

La violencia no sólo es del Estado, éste en el que vivimos es un estado de la violencia. La violencia que se experimenta pero no se reconoce como tal, esa que genera, cristaliza y normaliza el clasismo (esa que provoca el clasismo), esa que facilita que la vida de un tercero sea sacrificada por dinero, esa violencia que acalla el enojo y lo fuerza a convertirse en alegría y buenos pensamientos.

Más allá de “lógicas del capitalismo” —que conste que sí lo son—, las sociedades latinoamericanas hemos escrito y teorizado tanto sobre la violencia, generamos tantos productos culturales de y alrededor de la violencia no sólo porque nuestros órdenes sociales y políticos son subproductos de una violencia sistémica, sino porque esa violencia es una invisible pero latente, casi aprehensible —“violencia subjetiva” le llamará Slavoj Žižek siguiendo a Walter Benjamin— frente a la que el individuo no tiene otra forma de reaccionar, otro medio para defenderse más que la violencia “objetiva” —Žižek, de nuevo— contra, también, individuos o representaciones, reificaciones, de constructos inefables como el Estado.

Relatos Salvajes (Damián Szifrón, 2014, Argentina), con todo y lo desafortunado de su título, es una película que pone a dialogar no sólo la violencia, sino la respuesta frente a ella: ¿cómo actuar frente a quien ha destruido la vida propia? es la pregunta que engloba seis historias que no son tan sólo la violencia per se, la violencia objetiva nunca lo es, sino que son la respuesta, la única respuesta frente a aquello que no encontramos otro modo para defendernos: “¿Para qué sirve nuestra celebrada libertad de expresión cuando la única opción está entre aceptar las prohibiciones y una violencia (auto)destructiva?” (Žižek, Sobre la violencia) Los mecanismos que desencadena la violencia ejercida (y frente a la que está por ejercerse violencia) no son sólo muerte o agresión, también la posesión sobre la vida del otro, también el reapropiarse de la propia, también actos redentores, justicieros, inútiles, absurdos, liberadores.

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Un elemento que es importante remarcar es el toque de humor que Szifrón deja que se cuele por entre las historias, un humor que, casi como una película de Buster Keaton, paraliza si por un momento repensamos el momento de la risa: esta risa antiética (antitética) que aliena al espectador, pues ni bien es proyectada, la situación gira y empeora, uno se queda con la risa en la garganta frente a una escena que ya no puede ser risible; mueca binomial que en buena medida portamos en el día a día, pues pareciera que frente a este “sinsentido” de la violencia una mueca esquizoide es nuestra única defensa. El humor, este humor tan pero tan negro, remarca no el absurdo, sino la cotidianeidad, las seis historias no ocurren por algún retruécano dramático ni los personajes son sacados de alguna narración totalmente ficcional, todo lo contrario, son cualquiera de nosotros, somos los espectadores dentro de la dinámica diaria, ¿hace falta algún accidente o alguna coincidencia terrible para desencadenar la violencia individual, como ocurre en películas como Un día de furia? Szifrón plantea que no, falta que alguien entre a un café a deshora, que se lleven el carro remolcado, descubrir una infidelidad. La violencia la tenemos en la punta de la lengua, encapsulada como una palabra que se nos olvida por un momento, en el momento necesario, y explota y no queda otra cosa que hacer más que dejarla correr. El humor en esta película es la última linea de defensa si no pensamos dos veces el chiste.

El soundtrack que Gustavo Santaolalla ha preparado para esta película de Szifrón (mejor conocido por su producción televisiva como Los Simuladores, serie que sería “adaptada” por Televisa sin el brutal éxito de la original) no sólo sale del panorama creativo de Santaolalla, sino que actúa junto con el guión, superando el trabajo hecho para otras piezas con las que pudiera ser comparada, como Amores Perros (México, 2000) o el videojuego The Last of Us (2013). La relación que mantienen narración y partitura quiebra a su vez el humor, hace evidente la herramienta que es esa risa falsa, hace evidente este juego de cajas chinas de la violencia: la música no tranquiliza las bestias, las deja sueltas.

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Películas como ésta recuerdan no sólo que es necesario replantearnos la necesidad de pensar desde otro punto la violencia (en ese sentido no sería la primera dentro de una producción cultural tan llena de ella como la latinoamericana), sino su existencia misma, en momentos y contingencias como la que estamos pasando en México, Relatos Salvajes pone sobre la mesa la función de la violencia frente a la violencia: la defensa, la única defensa posible frente a un sistema y una lógica mundial de supresión y represión, es la violencia el único camino posible, pues, parafraseando a Gilberto Owen, también por la sangre se llega al cielo; las acciones individuales pueden resultar sólo en una violencia que no es ni gratuita ni sin sentido: su sentido es hacer evidente su arrinconamiento.

Raúl Cruz @rcteseida

 

 

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