Ayotzinapa, septiembre de 2015

I.

David es apenas un veinteañero vivaracho con un palmo de delgado vello facial escarchado a cuentagotas. De no ser por una credencial de elector con la que acredita su mayoría de edad, difícilmente podrían creérsele los años que se atribuye. Es un estudiante de Ayotzinapa más, pero sus lamentos no se parecen a los de los demás. Mientras la combatividad y la sed de justicia permean como letanías repetidas a saciedad –con mismas frases y acentos– en los otros, su discurso siempre es el chiste.

Sus ojos son inmensos e intensos cayucos. Canicas de barro negro bordeadas por una selva de pestañas. Más cerca de la línea del cabello se encumbran dos fardos tupidos que lleva por cejas al encuentro de una frente cerrada, casi inexistente. Cuando la bocacalle debajo de su nariz se abre, balines blancuzcos se asoman y hacen una sonrisa tal vez infantil, como la formación inicial de una partida de rueda. Ríe a bocajarro, los que están en su entorno piensan en él siempre como un bromista y eso le gusta. El humor es su vocación.

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Viene de la montaña baja. A su papá lo mataron cuando él tenía catorce –por puras cosas de la suerte, de la que él puede presumir: le dio ride a una señora que trabajaba con él y en el vaivén los asaltaron; ella pudo identificar a los ladrones, los amenazó con denunciarlos y su respuesta fueron las balas- y desde entonces vivió solo en esa casa de Zitlala, el pueblo donde ganó en cinco ocasiones el primer lugar de fonomímica de Michael Jackson, su casa.

(Como que bambolea un sombrero invisible cuando se ufana de sus dotes imitativos. David es un showman. Por eso no sorprende su gusto por la música y el consecuente ingreso a la banda de guerra.)

 

II.

Los pasillos de la Normal Raúl Isidro Burgos son más bien silentes. Los alaridos retruenan dentro de las asambleas, pero afuera de ellas casi no hay nada de ruido. La caterva de perros juguetones que merodean libres por la hacienda trae puesto el silenciador. Pisadas en vez de ladridos. Hasta sus vaquillas se han adscrito a la pauta del silencio. Rara vez mugen y cuando lo hacen es como hacia adentro. Y fuera del viento estampándose contra los árboles y acariciando la maleza, no hay canción.

‘El Relajo’ (apenas uno de los chorromil motes con los que se le conoce a David) chapuza la lengua dentro de una múcura anaranjada llena con agua fresca –con color pero sin azúcar, recalca en varias ocasiones– mientras un comando de moscas se da un festín sobre su piel. Está sentado sobre un catre improvisado al momento que engulle su comida. Escarmena la sopa de coditos con cierto desdén, pero termina por tragar.

Al igual que la Normal ese sábado, su dormitorio está desértico. Sólo se hace acompañar de la carne de cerdo enroscada a un hueso, ese codito casi indigerible y las moscas de la fruta. Varios de sus camaradas están en movilización. Unos se fueron a Oaxaca y otros a Morelos, dice. Otros más, los que llevan más tiempo en el movimiento, están en asamblea. Él no, pero no dice por qué.

Al conversar con él ha pasado un año desde la desaparición de los 43. Un año atrás David estuvo aquí mismo. Estaba en primero cuando pasó aquel 26 de septiembre que se llevó a sus compañeros para nunca volverlos a ver. Por culpa de su certificado de preparatoria se vio obligado a irse a mitad del curso anterior, y ahora, a volver a este ciclo. Otra vez a primero. Varios de los 43 que están desaparecidos, son sus compañeros de generación. O de alguna de ellas. El destino que sufren ellos y sus familiares y los demás dejados de la mano de dios, cree que era el propio.

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A pesar de las súplicas de su novia –quien después de su decisión de regresar a la Normal dejó de llamarle y escribirle- , sus abuelitos y su tío, ‘El Niño’ (como también es topado) volvió a la escuela. A recursar. Porque esa es la única forma en la cual cree que podría ayudar a sus abuelitos con los gastos. Porque como maestro de primaria bilingüe quiere conservar el náhuatl en su pueblo. Porque no le gusta el trabajo del campo (trabajar la milpa: frijoles, tomates, garbanzo, todo eso. Pero sí es muy cansado, para que paguen cien pesos. Todo el día. Desde las nueve de la mañana hasta las siete de la tarde. ¡Y en el sol vas a trabajar!).

Y, acaso, más que todo lo anterior, porque no tiene a dónde más ir:

-¿Otra vez? Pero tú ya pasaste por ahí- le hace un berrinche su novia, a la que conoce desde el kinder. A la que le pedía siempre un diccionario, el mismo que nunca consultó. -Es que es la única escuela que me da chance de estudiar- le contesta para recibir después un cortón en la llamada.

 

III.

A David lo salvó la corneta y, después, una vez más, esa suerte presumida. Formar parte de la banda de guerra, igual que a los miembros del club de rondalla y danza, le guardó el pellejo al menos por un tiempo más. Quién sabe cuánto. El primer grupo de estudiantes a los que mandaron a secuestrar autobuses –en su mayoría bisoños de primer año que apenas iniciaban sus estudios en la escuela rural esa semana– no estaban inscritos en ninguna actividad extraescolar. Ya después no sabe cómo libró estar enlistado cuando mandaron a un segundo grupo a apoyar a los colegas bajo ataque en Iguala.

–Cuando pasó este problema, mi tío, que trabaja en Zihuatanejo… sabe, pues, qué tiene o qué es lo que hace la Normal. Cuando pasó este problema me marcó mi tío y me dijo: “¿Dónde estás? ¿Cómo estás?”. Yo estoy bien, gracias a Dios no me tocó ir, no sé, un milagro, quién-sabe-qué– dice el relajiento fugitivo de la muerte.

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Sus amigos y los familiares que le quedan le cuentan que las cosas por allá han cambiado, empeorado desde esa madrugada del 26. Que Zitlala ha dejado de ser el pueblo tranquilo que era para convertirse en un sitio donde se cambió el salitre por las balas. Apenas hace como un mes, dice, mataron a siete personas. A él le llegó la noticia al celular. Se trataba del compadre de su abuelito y de uno de sus ahijados, además de un amigo suyo de la primaria.

Pero ni eso logra agüitarlo. Es un chavo de retos, así se asume. Es un estudiante de Ayotzinapa más, pero sus lamentos no se parecen a los de los demás. Vive en una burbuja, apartado del resto.

 

IV.

A David también le dicen ‘El Dash’, ‘Huicho’, ‘El Cubo’ (por la geometría de su cráneo) y otra veintena de linduras, pero sin duda, el apodo que más le gusta, con el que se emociona, es ‘El Taker’, en honor a la figura icónica del pancracio gabacho. En su tierra, al norte de Guerrero, entre Chilapa y Tlaltempanapa, solía poner un disco repleto de canciones de los luchadores de la WWE y hacer imitaciones de estos al lado de su mejor amigo. Extiende los brazos horizontalmente, hasta donde el largo le da, e imposta una soberbia mueca cuando se refiere a Randy Orton.

Voltea los ojos hasta que se ponen blancos cuando le hace de Mark Callaway, el hombre muerto. Luego saca la lengua y hace una señal mortuoria, separando despacio los pulgares, a la altura del cuello, en direcciones opuestas. Hace gruñidos guturales y se retransforma a la realidad.

-Luego me dicen mis amigos: “Oye, ‘Cubo’, te voy a invitar a los cumpleaños de mis niños, pa’ que vengas como payaso, porque mi niña dice que con que te ve, ya se empieza a reír”.

Insiste en que le hubiera encantado ser comediante. No sabe si sería bueno, pero está seguro de que le gustaría intentar. A pesar de no poder contar ni un chiste durante toda la plática. Y lo intenta durante más de media hora, pero sin frutos. Está seco, quizá. La agricultura no es lo de él.

 

V.

Mientras sus compañeros vitorean su sed de justicia, despliegan la furia incontenible que les invade e invitan a tener conciencia social –cualquier cosa que eso signifique-, al ‘Taker’ lo único que le preocupa es tener que soportar una vez más la semana de prueba, que más bien es mes y medio de correr de tres a seis de la mañana, ejercitarse exhaustivamente durante la madrugada, asistir más de diez horas al círculo de estudio y dormir sólo una hora.

No le apesadumbra mucho el hecho de haber perdido un año de su vida por la burocracia documental ni volver a someterse a su sudoroso rol de estudiante de primer ingreso y tener que barrer, arar la tierra o chaponar. Hacer labores de limpieza y mantenimiento.

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Tampoco regresar a ese hervidero de las ideas y ser cuestionado por periodistas incipientes una vez y otra después sobre la desaparición de los cuarenta y tres (“¿Crees que quemaron a tus compañeros? ¿Tienen miedo?”). Ni se diga de alguna posible represalia en su contra por parte de la policía, o el crimen, o el ejército… o todos a la vez.

– Sí, es peligroso, pero sólo cuando salimos. Ahí en la escuela siento que estoy seguro. Cuando salimos… ahí sí- se pone serio de a rato.

Por la rendija de su ventana un roomie le chifla. Deja su platito de unicel, casi a terminar, al margen de su cama y se levanta de inmediato. La plática ha terminado. Se despide escueto y se va a barrer o arar la tierra o chaponar. Cualquiera de esas cosas que no le gusta hacer, pero que tiene que hacer. A fuerzas. Cualquier cosa, para él, es mejor que salir y hacer aquello que tanto le asusta y quizá ni le interesa.

 

VI.

David está vuelto loco con ‘La Isla. El Reality’, más que por cualquier otra cosa. Habla emocionadísimo de las dinámicas de resistencia física, del aguante aunado a la destreza mental que deben tener los participantes. Y de lo bien que él lo haría.

Se le colorean las bombochas que lleva por ojos. Después de resistir un par de veces la semana –o lo que sea– de prueba, siente que ya lo aguantaría. Con lo que le hacen pasar aquí eso ya estaría papita.

Ha pensado seriamente en inscribirse al concurso, lo único que lo frena es que no sabe cómo hacerle. Piensa en lo bien que lo haría. Incluso ya lo ha discutido con sus amigos más cercanos. ¿Qué requisitos le pedirán? No sabe, pero vuelve a contar que ya tiene su credencial de mayor de edad. Quizá y ya con eso.

Después del 26 se quiso salir, pero igual se quedó. Porque no tiene nada más. Le dio miedo entonces, y tal vez más ahora. Que vuelva a suceder lo mismo.

Pero se siente seguro, ahí en su fortaleza impenetrable. Tal vez sin saberlo, David ya protagoniza su propio reality de sobrevivencia. Sin las cámaras de veinticuatro horas. Sin el glamour. Con riesgo real.

‘El Relajo’ es un chavo de veinte años como cualquier otro.

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Texto: Uriel Salmerón
Fotos: Getty Images / Uriel Salmerón

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