Por Camila González Paz Paredes

Todavía hay quienes creen que la ciencia y la tecnología pueden salvar a la humanidad de lo que sea: del hambre, la explotación, la enfermedad, el aislamiento o la crisis ecológica (en el peor de los escenarios, habrá naves para huir del planeta, ¿no?). Nada parece avanzar más rápido, nada promete mayores beneficios, nada es más seductor que la innovación tecnológica. Por desgracia, hay algo que siempre va delante de ella: nuestra persistente capacidad de autodestrucción.

En muchos sentidos es costoso no estar “al día” en cuanto a aparatos eléctricos y electrónicos: la comunicación, el trabajo, la diversión, la identidad pasan por pantallas y botones que nos hacen sentir integrantes “normales” de la sociedad. Pero ¿cuánto nos cuesta estar “al día”? ¿Cuánto le cuesta al mundo que cambiemos de celular, que tiremos la tele vieja y compremos una pantalla de 60 pulgadas?

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Nadando en el basural

En la última década, los residuos que más han aumentado a escala mundial son los de aparatos eléctricos y electrónicos (RAEE), que han crecido a una tasa del 4%, según datos de la Unión Internacional de Telecomunicaciones. México ocupa el tercer lugar en producción de chatarra electrónica en el mundo y su contribución va en aumento: en 2010 cada mexicano desechó entre tres y cinco kilos de RAEE; para 2015, alcanzamos los nueve kilos per cápita. Un diagnóstico realizado en 2010 por el Instituto Politécnico Nacional y el Instituto Nacional de Ecología estimaba que México producía 90,000 toneladas de estos residuos anualmente, cifra escandalosamente superada por las 358,000 toneladas que calculó la Semarnat para 2014 (consideremos que una tonelada es lo que pesan, sumados, 8 mil celulares, 3,330 teclados, 37 televisiones y 135 computadoras de escritorio). Cerca de un 40% del total nacional de estos residuos se produce en la Zona Metropolitana del Valle de México, según el Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático. Sólo el 10% de esta chatarra pasa por algún proceso de reciclaje o reúso, el resto se entierra, se quema o se deja en basurales a cielo abierto.

Y ésta no es cualquier basura: los residuos de eléctricos y electrónicos están catalogados como “peligrosos” por los daños que producen a la salud humana y al medio ambiente, ya que sus compuestos son altamente tóxicos y contaminan agua y aire. A pesar de esto, podría reincorporarse entre el 70 y el 90% de esos dañinos desechos al proceso productivo de aparatos nuevos. ¿Por qué preferimos nadar entre basura tóxica?

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El avance tecnológico en aparatos electrónicos y electrodomésticos tiene dos reveses contradictorios, prueba de la irracionalidad del mal llamado “progreso” y de lo falso que es el mito de la tecnología redentora. El primero consiste en que, con el paso de los años, la vida útil de estos aparatos ha ido reduciéndose en vez de aumentar: por ejemplo, desde 2010, el 43% de los celulares del país se desechan alrededor del año de uso; las computadoras, por otro lado, tienen una vida útil promedio menor a los 4 años. El segundo revés es que no contamos con infraestructura, equipo ni técnicas adecuadas para manejar estos residuos de forma segura; estamos muy lejos de tener una tecnología capaz de contener la basura generada por la tecnología misma. El monstruo que hemos creado no es tan rápido como aparenta: producimos desechos a una velocidad que rebasa con mucho nuestra capacidad de procesarlos.

¿Qué hacer?

Es cierto, hay que cambiar nuestra forma cotidiana de vivir, consumir y desechar, para cambiar el rumbo irracional que nos arrastra. Pero la toma de conciencia y la congruencia individuales no son tan poderosas como el sistema en su conjunto. Cada uno de nosotros está atado por largas cadenas invisibles que limitan nuestras posibilidades de movimiento y cruzan nuestros destinos con los de personas que jamás conoceremos. Y algunas de estas personas son más cínicas y poderosas que otras. Ante esas cadenas de interdependencia y sus desiguales contrapesos, los mejores esfuerzos son sociales y políticos: la resistencia íntima debe convertirse en fuerza de socialización en la información y la responsabilidad sobre lo que compramos, vendemos, usamos y desechamos.

Hay que exigir a las autoridades que hagan su parte. En México, esto implicaría promover una legislación que obligue a las empresas fabricantes de aparatos eléctricos y electrónicos a hacerse responsables de los residuos que sus negocios producen. Actualmente, según la Ley General para la Prevención y Gestión Integral de los Residuos, esta responsabilidad se comparte entre los consumidores, distribuidores, productores, usuarios de subproductos y los tres niveles de Gobierno… Es decir que, en la ley, la responsabilidad es de todos; en los hechos, no es de nadie (valga como ejemplo que el Estado mexicano no haya dado una salida adecuada a los 5.7 millones de televisores que se convirtieron en basura tras el apagón analógico; pero, eso sí, regaló cerca de 14 millones de televisiones digitales). La legislación debe incluir una “responsabilidad ampliada” del fabricante para que las mismas empresas den el tratamiento necesario a los residuos peligrosos y se ocupen de reintegrar los materiales aprovechables a las cadenas de producción, como ya se hace en la Unión Europea.

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La acción política a altos niveles será particularmente importante en los próximos años: el ya casi presidente de Estados Unidos -el mayor productor mundial de RAEE, junto con China- liderará un gobierno que desconoce la crisis ambiental y, por lo tanto, ha renunciado de antemano a la responsabilidad que su país tiene con el resto del mundo. Durante una reciente entrevista, Armando Bartra señaló cómo esta postura política echa a andar el engranaje capitalista de forma irrefrenable: las empresas que reconocen (o están obligadas a reconocer) los costos ambientales y/o de salubridad de sus actividades y los incluyen en los costos de producción, ofrecerán productos más caros que aquellas empresas que han reducido sus costos de producción al desconocer (porque pueden) esos mismos costos. En resumen, es más competitivo hacer lo que hemos venido haciendo sin preocuparnos por el abismo que nos espera.

Vislumbrar el tamaño del basural en que vivimos y angustiarnos es un primer paso. La buena noticia es que aún hay cosas por hacer.

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Camila González Paz Paredes es socióloga por la UNAM.

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