Por  José Ignacio Lanzagorta García

Está pasando otra vez. Diez segundos en la vida de López Obrador marcan la agenda de discusión del país por varios días, en la que las partes más apasionadas nos indican de maneras bien opuestas cómo debemos interpretar lo que pasó. El gobierno, medios de comunicación, “líderes de opinión” y otros partidos pasan algún tiempo elaborando mensajes y discursos que de forma directa o indirecta, dramatizan los eventos, los llevan de maneras inconsecuentes hasta sus últimas consecuencias, los enmarcan en un aura de amenaza. Los simpatizantes responden con una virulencia que a veces roza con el delirio. Algunos aseguran, por ejemplo, que la protesta que enfrentó AMLO en Nueva York fue un montaje orquestado en su contra. ¿Y cómo no? Si ni siquiera podemos estar de acuerdo si AMLO calló al manifestante o le deseó bien. Híjole.

Es la polarización con la que el último par de años antes de una elección presidencial –y algunos meses después de éstas-, chopeamos el café de toda sobremesa en México desde alrededor de 2004, cuando empezó el emblemático proceso de desafuero. Desde entonces, López Obrador enfrenta la más rabiosa contención a sus aspiraciones presidenciales. Cualquier traspié, cualquier error, cualquier polémica de López Obrador recibe una atención desproporcionada. Y cualquier respuesta que éste dé es interpelada de inmediato. Es un gran poder de agenda.

En un país en el que Duarte está cómodamente prófugo, que escuchamos en vivo las impunes complicidades de Mario Marín en redes de pederastia o que Humberto Moreira incluso puede darse el lujo de considerar volver a ser candidato para una elección, AMLO por poco fue derribado por la mala expropiación de un terreno. Y no es que este asunto sea menor o perdonable, pero es que, como todo en su trayectoria, fue tratado como si fuera… un Duarte. De hecho, el actual gobernador de Veracruz está basando su administración de un estado destrozado en enfatizarnos esta equivalencia.

Cuando los simpatizantes de AMLO exasperan en su dogmatismo, es fácil olvidar eso, que sobre su candidato sí opera un asedio del “estado de derecho” y de la moral pública que no consiguen los políticos del PRI y muchos del PAN. Olvidamos que desde 2005 y hasta hace relativamente pocos meses que una pusilanimidad inocultable lo volvió insostenible, los canales de televisión abierta solo tenían buena prensa para Enrique Peña Nieto, notas informativas que daban cuenta de su incansable cumplimiento de compromisos, panoramas esperanzadores. En menor medida y por descaradas oleadas, vemos engrandecidos en los noticieros los nombres de Eruviel Ávila o Rafael Moreno Valle, entre otros. El nombre de López Obrador prácticamente desapareció salvo para marcar sus errores.

A pesar de todo, incluso a pesar de él mismo, AMLO vuelve a figurar como el candidato más fuerte rumbo a la elección de 2018. La reacción de sus contendientes se retoma desde la misma estridencia donde la dejaron la última vez. Nuevamente y a pesar de la década de violencia brutal que hemos sufrido en todo el país, de ridículas tasas de crecimiento económico, de escándalos de corrupción y su consecuente deterioro institucional de un nivel que en otras democracias sería insostenible, AMLO es “lo peor que podría pasarle a México”. AMLO es Trump. AMLO es Duarte. AMLO es Chávez/Maduro. AMLO es un peligro para México. Porque íbamos de maravilla, pues.

A lo mejor si le bajaran a esta estridencia podríamos ver a AMLO como es, como ha sido y como quiere ser. Podríamos sopesarlo como una alternativa, no como una apuesta del todo por el todo. Podríamos recordar los claroscuros, las contradicciones, los aciertos de su administración en la Ciudad de México. Podríamos leer su nuevo libro con cierta serenidad. Podríamos ver las alianzas que ha ido estableciendo en estas últimas semanas sin alucinar una suerte de Guerra Fría local. Atacarlo como lo han hecho en los últimos 13 años no ha hecho por mermar su respaldo popular y, al contrario, lo ha endurecido, lo ha dogmatizado a pesar de que, curiosamente, AMLO sí ha suavizado su discurso. Pero, claro, el riesgo de que los contendientes panistas y priístas vean en AMLO a un oponente más y no la amenaza que podría destruir al país, está en que veamos más nítidamente el saldo de destrucción que han dejado sus respectivas administraciones.

En todos estos años hay muchos elementos de AMLO que no terminan de convencer. Utilizar todo su capital político para desarticular el más grande esfuerzo que ha tenido la izquierda en formar una institución electoral y crear un nuevo partido basado en un carisma personal, en vez de dar la batalla desde el interior, es para mí el más desalentador. Tras esto, vislumbrarlo como presidente lidiando con los disensos naturales de una democracia lleva a escenarios oscuros. Además, queda y preocupa su silencio ante aliados sobre los que también pende la sombra de la corrupción. Su posible acercamiento a un conservadurismo religioso prende algunos focos rojos.

En Nueva York, AMLO le dio su lugar a un padre de los 43 que protestó durante su conferencia. Lo invitó a pasar al frente y le pidió a sus siempre celosos simpatizantes que guardaran silencio y atendieran un reclamo justo. Ya quisiéramos ver estas actitudes en el gobierno federal. Al terminar, afuera, el padre continuó con sus cuestionamientos y AMLO le pidió que no fuera provocador y, lo que creímos o nos subtitularon que oímos, “¡cállate!”. Su desesperación merecería una condena y ya. Sus contrincantes, algunos fabricantes de la “verdad histórica” y otros que no habían dado mucha legitimidad o espacio a los reclamos de los padres de los 43, quieren hacer de esto y, no de todo lo demás, un Waterloo. Y al final que no, que a lo mejor le dijo, “¡Que te vaya bien!”. Estamos locos.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

Fotos: YouTube

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