Por José Ignacio Lanzagorta García

Le decían “Escalerillas” al tramo de la hoy República de Guatemala que pasa atrás de la Catedral Metropolitana. La callecita describía una pendiente ascendente hacia el oriente y mostraba eso, unas escalerillas: restos de una Tenochtitlán sepultada que sólo el tiempo, el olvido y una renacida curiosidad convirtió en misterio. Fue como 250 años después de que la Ciudad de México se asentó arriba de Tenochtitlán que comenzó a emerger de nuevo y, de vez en vez, a veces con más incomodidad que otras. No ha dejado de hacerlo desde entonces.

Una mandíbula gigantesca fue incrustada en el pie del reedificado palacete de los Condes de Santiago de Calimaya, en la esquina de Pino Suárez y El Salvador. Una cabeza de ocelote en la esquina de la casa de Zapata y San Marcos. Un blasón adosado en la fachada de la casa del marqués de Prado Alegre en la peatonal Madero. El siglo XVIII empieza a relacionarse con la Tenochtitlán de tezontle y cantera de otra manera. En 1790 se encontraron lo que llamaron el “calendario azteca”: lo adosaron al muro poniente de la Catedral. Una piedra de adoración antigua en las piedras de la adoración contemporánea. Se trataba de adornar la ciudad con la ciudad antigua. ¿Como trofeo? ¿Como un deliberado y perseguido sincretismo? ¿Como un tímido y precursor intento de discurso de identidad nacional?

Foto: Shutterstock

También aparecieron los coleccionistas y los museógrafos ilustrados. Las piedras de Tenochtitlán había que, más bien, preservarlas para la contemplación de un pasado muerto, estático, deslocalizado. Para 1865, la Piedra del Sol no será más parte del templo capital de la religión nacional, sino arrancado para su adoración positivista y progresista en el museo que Maximiliano fundó en la antigua Casa de Moneda.

Décadas después Manuel Gamio exploraría a través de túneles el Templo Mayor de Tenochtitlán. Pero no hay más, el seminario de la Iglesia se asentaba sobre los adoratorios de Tláloc y Huitzilopochtli, donde los tlaxcaltecas jugaban el papel de surianos en la recreación del cruel nacimiento de la deidad de la guerra. No había más que esperar. En 1978 cambió, otra vez, nuestra relación con las ruinas de Tenochtitlán: unos trabajadores de Luz y Fuerza completaron el mito al caer sobre la Coyolxauhqui, la hermana que Huitzilopochtli despedazó y lanzó por la ladera del mítico Coatepec.

Foto: El Universal

El seminario fue destruido y el teocalli fue desenterrado. Las sucesivas etapas de sus escalinatas superpuestas quedaron a la vista de todos. Ranas, cabezas de serpientes, zompantlis. Un pedazo de Tenochtitlán emergió junto con el decreto de la creación de un “centro histórico”. Las ruinas no debían ser desplazadas, sino contempladas ahí, en el lugar donde fueron encontradas. Sin ventanas arqueológicas, sin túneles, sin velos. Nuestra ciudad debía mostrar la cicatriz de su también cruel nacimiento que por 450 años ocultó. La Ciudad de México no se fundó en 1521. Se fundó en 1325.

Desde entonces no dejan de aparecernos cosas. Algunas más sorprendentes que otras. El Centro Cultural España decidió revelarnos un pedacito del Calmécac con una ventana arqueológica de las que estilan allá para ver su Roma subterránea. El Museo de la Caricatura también. Y, mientras tanto, ese tramo de Donceles muestra una sospechosa pendiente. Apenas en 2006, en las Ajaracas apareció el monolito de una mujer pariendo. Siguiendo el acuerdo de no desplazar, ésta, la más impresionante Tlaltecuhtli jamás encontrada fue apenas llevada al vecino Museo del Templo Mayor. En 2014, en unas obras de semipeatonalización en República de Argentina se encontraron unos basamentos que no se acomodan de todo bien en nuestra maqueta común de Tenochtitlán.

Y justamente, hablando de esta maqueta mental, ¿dónde está ese templo circular frente al Templo Mayor que aparece en todas las representaciones de Tenochtitlán? En 2009 lo supieron: bajo las ruinas de otro edificio de la calle de República de Guatemala. Apenas la semana pasada, ocho años después, decidieron dar el aviso del descubrimiento, una vez planchado el anuncio del proyecto de un hotel que se construiría sobre este pedacito del adoratorio de Ehécatl, un zompantli y restos del juego de pelota. No nos preocupemos, dicen, habrá una ventana arqueológica pública.

Foto: INAH

La indignación ya recolecta firmas. ¡No al hotel sobre el templo de Ehécatl! Tienen un punto: esta vez no hay que derribar nada para dejar descubierto este trozo de Tenochtitlán, simplemente tocaría no construir, expropiar el predio, abrir un espacio público. El hotel y el gobierno, dicen, procurarán que la ventana arqueológica esté abierta al público. Si de lo que se trata es de contemplar el teocalli, eso, dicen, está garantizado. Qué interesante, pues: discutimos si las cosas pueden superponerse. Discutimos si nuestra contemplación de la ruina merece los rayos del sol o las formalidades de un museo subterráneo. Discutimos si el uso comercial sobre el espacio del templo lo profana, lo privatiza. Discutimos si descubrir el Templo Mayor no basta: hay que descubrir más. ¿Cuánto más?

Descubrir el teocalli encubierto por 500 años; encubrir el descubrimiento; descubrir el descubrimiento hasta que se acordó la manera de encubrirlo de nuevo. El certificado de “centro histórico” que la Coyolxauhqui trajo consigo hace casi 40 años implicó muchas cosas. Ancló, localizó la idea del patrimonio y lo hizo sobre una grande porción de la ciudad llena de comercio, turismo, protestas, oficinas y bodegas y, sobre todo, una intensa retórica sobre la identidad nacional. En lo que discutimos en cuanto al templo de Ehécatl algo más que las ideas de conservación del patrimonio está en juego: cómo debemos llevarnos con Tenochtitlán en la historia que contamos de nosotros mismos.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

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