Por José Ignacio Lanzagorta

Como aperitivo, el dos veces doctor, John Ackerman nos puso la tónica sobre el comentario anual del día de la Virgen de Guadalupe. A las clásicas discusiones desmitificadoras y obsesionadas con la exégesis de los “orígenes” del culto tuvimos que añadir una idea perturbadora: que la Morena del Tepeyac se incorpore tan fácilmente a la esfera de la política formal; esfera de la que se mantenía relativamente aislada. Nadie pone en duda que el guadalupanismo es un elemento central de aquello que nos da por definir como lo “mexicano”, pero la mirada extranjera del doctor-doctor Ackerman nos puso la tónica en otro lado: venerar a la Guadalupe es algo más, es “amar a la Patria”.

Rápidamente, uno podría quedar convencido de que el doctor al cuadrado tiene esta apreciación desde la posición de la otredad pasmada y abrumada. Sí, me refiero a la del turista estadounidense obsesionado con el mexican-curios y que se apresura a establecer lecturas de un “carácter nacional”, tentación típica de cualquier turista en cualquier lado. Millones y millones de personas convergiendo al santuario guadalupano de la capital, más los otros millones que asisten a parroquias, capillas y hasta altares callejeros dispersos por todo el país y ahí donde sea que haya mexicanos, en la mirada de alguien que viene de un país poco secularizado y con una relación extraña con el laicismo, como es Estados Unidos, sin duda sugiere que hay una ecuación entre la Patria pública y el culto privado.

Pero el bidoctor Ackerman no es, ni de cerca, un turista. Es alguien que conoce bien la trayectoria del laicismo de este país. Incluso es probable que las luces de su doblemente ilustrada carrera académica forjada en parte en México le ayude a comprenderlo mejor que muchos connacionales. Es seguro que, además, conozca lo fundamental que resulta el laicismo dentro de la trayectoria de la izquierda en México, pues el duodoctorado asesora a uno de los movimientos más capitalizados de la izquierda nacional. Entonces leemos que su tuit, a menos que siga representando la mirada del turista atónito, buscaría presentarnos una nueva posición de lo que alguna vez conocimos como la izquierda nacional: su interés de abandonar el paradigma republicano que ha imperado en el país los últimos 150 años. ¿Se acuerdan de esos viejos tiempos en los que López Obrador se asumía juarista? Exacto.

Y mientras su eminencia-eminencia Ackerman tuiteaba esto, su asesorado, López Obrador, presentaba su discurso como aspirante presidencial registrado. El día de la Morenita, Morena hizo sus trámites. Y al día siguiente se anunció que el partido de izquierda competiría en alianza con el Partido Encuentro Social. El partido que ha votado con el PRI en buena parte de las iniciativas más sustantivas de esta legislatura, entre ellas, la Ley de Seguridad Interior que militariza el país. El partido que sostiene una agenda confesional misógina, homofóbica y que, al parecer, sirve de brazo a un ala del priismo.

El conservadurismo de López Obrador en temas de la agenda progresista de derechos no es novedad. Sin embargo, sus posiciones ocurrían dentro del marco del laicismo en el que, por ejemplo, también suele operar, no sin sobresaltos y Cecilias Romeros, la derecha. La alianza con el PES pone en duda el compromiso con la división entre la fe confesional y Estado. Vemos aún menos izquierda o al menos como entendíamos “la izquierda” mexicana en el proyecto lopezobradorista. Eso sólo suma a los varios problemas que encontramos en sus alianzas empresariales y, sobre todo, en su malhechito anteproyecto de nación dado a conocer recientemente.

A menos que aceptemos acríticamente este nuevo paradigma como la izquierda, pues nos quedamos sin izquierda. O al menos de una electoralmente viable. Si esto no es suficientemente dramático en un país de grandes desigualdades, el problema es que no es cualquier derecha la que está viniendo a llenar el espacio. Es la peor versión de ésta, pues es la que ni siquiera se funda en el principio de la libertad, sino en la que busca regular la vida privada desde preceptos morales.

Muchos de los defensores y simpatizantes de Morena a los que fue esta posición religiosa la que, en un principio, les atrajo en un principio de ese partido y movimiento, le apuestan al pragmatismo. Su partido, dicen, busca acercarse a las mayorías y si las mayorías son guadalupanas conservadoras de derecha, así ha de ser el proyecto. Se les olvidó que las mayorías las convocaban no por su fe, sino por sus condiciones materiales, económicas y de oportunidades en la sociedad. Ya no sé qué tanto puedan decir, entonces, que el objetivo era derrotar a la derecha. El pragmatismo siempre es tan necesario para cualquier movimiento político como sucio. Hay que mancharse, pero cuando la mugre ya no permite distinguir el proyecto que se impulsaba, ese proyecto se perdió.

En espera de lo que ocurra con la candidatura de Marichuy en su imposible cruzada por juntar firmas, en esta elección nos la vamos a jugar entre la derecha tecnocrática y corrupta de Meade, la derecha autoritaria y pragmática de Anaya y la derecha confesional de López Obrador. Triste nuestro panorama rumbo a 2018.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

Imagen principal: Fabián Giles

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