Por Guillermo Núñez Jáuregui

Planeaba escribir un texto a partir de tres libros recientes sobre caminar. En lugar de eso, descuidé mi salud, no pude leer los libros y encima ocurrió algo curioso: me puse a ver televisión. Más bien me puse a ver series, que es algo distinto a adoptar la posición del tele-espectador, una persona que recibe información que se transmite a distancia (noticieros, gestas deportivas, etcétera). A veces tengo la impresión de que ya nadie ve así la pantalla en casa, que todos vemos programas o películas “bajo demanda”. ¿Las noticias? Para eso están los periódicos o la “línea de tiempo” de nuestras redes sociales. Y la sensación es distinta, ¿a poco no?: ahora los televidentes vemos con urgencia e inmediatez y precisamente lo que queremos. Por supuesto, es una impresión falsa: las televisoras, a nivel mundial, siguen siendo el modelo regulativo y los servicios como Netflix, Hulu, Crackle, Amazon Prime Video y otros parecidos aún siguen creciendo (el líder de ellos, Netflix, produce cada vez más series y filmes originales). Pero no puedo sacudirme de encima la sensación de que estamos en los albores de un desplazamiento cultural. Rumbo a peor, obviamente.

La de la transmisión bajo demanda es una cultura televisiva muy distinta a la que conocí en mi infancia, cuando uno debía coordinar horarios, someterse a programaciones y esperar con ansia, semana a semana, el desenlace de algún episodio (por decir algo). He logrado adaptarme a los nuevos elementos sin mucha dificultad: en Netflix, por ejemplo, ya me parece natural ese árbol de Porfirio que se va enramando en la medida que se determinan nuestras “preferencias”; incluso las absurdas categorías (“Películas emocionantes”, “Películas para llorar de amor”, “Series con personajes femeninos fuertes”) comienzan a tener algo parecido a un sentido. Pero hay algo a lo que aún me resisto, afortunadamente: la fila instantánea, o el “instant queue”, ese aguijón que aparece cada vez que culmina un episodio o una película. Es como el reverso de una línea de producción, una de consumo: una máquina infernal que coloca en fila los objetos que hemos decidido, para nuestra perdición, ver. Por supuesto, nadie nos obliga a ver el siguiente capítulo ni la película recomendada, ¿pero no causa ansiedad que Netflix nos coloque, inmediatamente, el siguiente capítulo en cinco, cuatro, tres segundos? ¿Vemos otro? ¿Cómo negarnos? Al final, es una manera de descansar, ¿no es cierto?

Esto no es normal. A finales de 2013, Netflix anunció, con el apoyo de un antropólogo sin escrúpulos, que someterse a esos atracones seriales (“binge-watching” es el término cacareado) que sí es normal. Que la gente ahora consume así televisión, sentándose durante horas en “experiencias inmersivas”, sin culpa. Recuerdo que un año antes de que Netflix anunciara la nueva normalidad, paseando por Internet me topé con un sitio llamado loquequierohacerantesdemorir.com (ahora el sitio está caído) en el que, como se han de imaginar, la gente anotaba lo que les gustaría hacer antes de morir. Entre las entradas, encontré una que me alarmó. Decía: “Antes de morir quisiera estar en mi casa todo un día viendo la tele, ver mis pelis favoritas, comiendo mi comida favorita hasta reventar”.

Me alarmó por varias razones, como la falta de imaginación, pero principalmente porque se confundía un deseo con una estrategia para morir en vida. Y a la distancia me alarma más, pues con horror observo que es, en efecto, parte de esa “nueva normalidad” que anunció Netflix hace cuatro años. En una sociedad como la nuestra, en la que incluso quienes consumen alcohol o drogas cuidan sus dietas y van al gimnasio, no deberá sorprender que aparezcan artículos preguntándose si es sano, o no, ver tanta televisión. Como éste en The Guardian, del año pasado, que se pregunta: “¿Darse atracones de televisión es malo para tu salud mental?” La respuesta no es concluyente: no se sabe si ver tanta televisión y con tal ritmo es causa de ansiedad y depresión, o si la depresión y la ansiedad nos orillan a ver tanta televisión. ¿Qué fue antes? ¿El huevón o la gallina? Como el círculo que “piensa” de la pantalla mientras se cargan los contenidos, giramos sobre este círculo vicioso.

Mientras tanto, y ¿cambiando de tema?, en el Auditorio Nacional de la Ciudad de México, y así hasta el próximo 18 de abril, se rematan libros.

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Guillermo Núñez Jáuregui es filósofo y escritor. Es jefe de redacción en Caín y colaborador en La Tempestad.

Twitter: @guillermoinj

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