Por José Acévez 

Hace unos días, el analista político Hernán Gómez Bruera publicó un interesante texto en El Universal sobre lo que denominó la “pejefobia”. En resumen, la opinión del columnista ahonda en señalar a ese sector de la sociedad mexicana que, sin mayor argumentación racional, padece la idea de que Andrés Manuel López Obrador llegue a ocupar la presidencia de México. La “amlofobia”, dice el autor, “es el rechazo a que un sujeto de origen humilde ocupe o pretenda ocupar un espacio de poder que se considera reservado a las élites”. Es la negación absoluta de algunas élites (y de algunos que se identifican con ellas) a que “la ‘plebe’ pretenda igualarlos”. En este fenómeno, que se lleva consolidando más de doce años, se manifiestan el clasismo y elitismo (y hasta racismo) que caracteriza y sostiene al sistema social desigual de nuestro país.

El texto de Gómez Bruera me parece interesante y provocador y estaría muy de acuerdo con él si no fuera por dos motivos que enunciaré aquí: que en sus ingredientes de pejefobia incluyó junto con el clasismo al chilangocentrismo (asunto con el que no puedo estar más en desacuerdo) y que omitió que la fobia es parte de un sistema binario que se alimenta y polariza con profundidad gracias a su parte contraria, la pejefilia.

En cuanto al primer punto, entiendo que el autor se refiere a esa élite empresarial, de la esfera política, intelectual y de la clase media aspiracional que no quiere perder sus privilegios y que se encuentra en múltiples instituciones nacionales que por el carácter centralista (paradójicamente) de nuestra república federal habitan en la Ciudad de México. Sin embargo, sería imposible negar que el apoyo electoral fuerte de Andrés Manuel se encuentra en la capital del país (y por la concentración poblacional de la ahora CDMX, esto representa bastantes votos).

Ya sea por su gestión como jefe de gobierno, por el trabajo de base, por la historia de los partidos de izquierda y su relación con el presidencialismo, por infinidad de factores, pero lo cierto es que, sin la capital, Andrés Manuel no sería un actor político relevante. En 2012, por ejemplo, el entonces Distrito Federal le dio poco más de 2 millones 150 mil votos al tabasqueño (más del doble del casi millón de votos que le dieron Guerrero y Tabasco, los estados que secundaron el apoyo presidencial al PRD).

La pejefobia es todo menos chilangocéntrica. Y si bien los votos estuvieron concentrados en delegaciones de menor plusvalía (como Iztapalapa y la Gustavo A. Madero), también es cierto que el apoyo a Andrés Manuel en la capital también está respaldado por grandes burgueses. Su relación con la familia Slim a través de Miguel Torruco Marqués o con María Asunción Aramburuzabala ha sido casi explícita. Esta élite chilanga que apoya al Peje no ha sido exclusiva de los más acaudalados, también está la élite intelectual (El Colegio de México y algunas facultades de la UNAM son casi instituciones oficiales del pejismo), la élite literaria y artística (Poniatowska, Laura Esquivel o Damián Alcázar), y mucha parte de la clase media activista-periodista que huye de los enormes monopolios mediáticos o de instituciones gobernadas por el PRI. A López Obrador, casi siempre, se le defiende desde las colonias Roma, Cuauhtémoc y Coyoacán.

Sus conflictos con los movimientos indígenas y agrarios del sur del país han sido recurrentes y ni qué decir del Bajío católico y el norte “trabajador”, donde nunca ha encontrado eco ni reflejo de apoyo (más allá del cuestionable trabajo de Ricardo Monreal como gobernador de Zacatecas). Este fenómeno raciclasista que señala Gómez Bruera bien podría ser también un resumen de las regiones que conforman a México y de los conflictos internos que históricamente las han definido. La gran ruptura con Andrés Manuel está en ese Centro-Norte que se adjudica un criollismo católico o industrialismo estadounidense que se opone (al menos superficialmente) a la República del Amor.

Es en ese sentido que el apoyo o rechazo al proyecto del Peje nos habla de divisiones históricas muy profundas de un mismo país. Y, quizá, la fobia infundada que reclama Gómez Bruera está atada a imaginarios de quien piensa en el progreso como una sociedad donde “se mejoró la raza” y “cada persona debe atender su papel natural en la sociedad”. Mexicanos del norte profundo y del catolicismo rancio que creen esto sin importar si están adscritos o no a alguna élite.

Y así me vinculo con el segundo punto conflictivo que encontré en la idea del columnista. La amlofilia intelectual (que muchísimas veces se concentra en la capital) es incapaz de ver estas rupturas más de fondo y defiende el proyecto del tabasqueño ciegamente. Olvidan que México no es solo la Ciudad de México. Y que fuera del debate álgido —intelectual y político— que se da en la capital, en muchas provincias se viven precariedades al momento de discutir y construir proyectos de nación. Y así, sin mayores argumentos, sin deshebrar las ideas y sin debatir con puntualidad (fenómenos derivados, evidentemente, de nuestra pobre democracia), los polos de filias y fobias hacia el candidato de los 12 años refuerzan las de por sí profundas divisiones históricas (territoriales, económicas, ideológicas) que caracterizan a este país.

Es por eso que, quienes creemos que México debe ser y hacerse rompiendo prejuicios y desperpetuando desigualdades, nos sorprende que la moderación de Andrés Manuel esté llegando a puntos insospechados con el fin de conciliar a todos (al norte y al sur, al priismo y al panismo, a los laicos y a los creyentes, a los muy ricos y a los que lucran con la pobreza). ¿Ese país es posible? Parece una apuesta por una democracia basada no en la discusión y pluralidad de ideas, sino en el convencimiento absoluto de que un personaje tan lleno de huecos es capaz de resolver todas las contrariedades.

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José Acévez cursa la maestría en Comunicación de la Universidad de Guadalajara. Escribe para el blog del Huffington Post México y colabora con la edición web de la revista Artes de México.

Twitter: @joseantesyois

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