Por Cecilia Galli Guevara

Vi tres temporadas de Transparent sin entender el título de la serie. Y no era que no me preguntara qué tendría que ver con la historia: pensaba en posibles relaciones entre ser transexual y transparente mientras limpiaba las paredes de la ducha, mientras manejaba camino a buscar a mis hijos al colegio y, claro, mientras me iba enamorando cada vez más de los personajes de la serie. Hasta que una noche, mediando la tercera temporada, mi hijo de nueve años se metió en mi cama junto a mí y me preguntó de qué iba lo que miraba. Puse pausa y le conté rápidamente el argumento: “Es una serie sobre un señor que le dice a su familia –tiene tres hijos grandes, nietos y una ex mujer– que es trans”. A lo que mi hijo respondió: “Aaaaah, ya entiendo. ¡Trans-parent!”. Claro. Clarísimo. Obvio.

Transparent fue, desde el primer episodio, mi serie favorita. No sé si es porque trata el tema de la identidad de género, si es por cómo lo hace, por el argumento o por los personajes. Naturalmente, el todo es siempre mucho más que la suma de las partes.

La serie está protagonizada por la familia Pfefferman, que está formada por Maura (Jeffrey Tambor), su ex mujer Shelly (Jufy Light) y sus hijos Sarah (Amy Landecker), Josh (Jay Duplass) y Ali (Gaby Hoffmann). Maura, que vivió una vida exitosa como Morton, profesor universitario, le revela a su familia su verdadera identidad y sus deseos de convertirse por completo en la mujer que siempre sintió ser. Su familia debe lidiar con la noticia y acompañar a su progenitor, a quien ahora llaman “mopa” (una mezcla de mom y papa) en ese proceso. En el camino conoceremos íntimamente a cada uno de esos personajes: seremos testigos de sus anhelos más profundos, de sus alegrías y también de sus miserias mientras acompañan a Maura en su viaje hacia su yo completo, a la vez que cada uno sigue viviendo su compleja existencia.

Otra cosa fascinante de la serie creada por Jill Soloway es el viaje en el tiempo a la infancia de Maura y, más lejos todavía, al Berlín de entreguerras donde la libertad sexual florecía. Ahí conocemos a la bella y libre Gittel, y visitamos el Instituto para la Ciencia Sexual del doctor Magnus Hirschfeld. Y vemos un patrón que se repite en muchos de los hombres Pfefferman, algo que intriga a los miembros de la familia.

“Los trans son sagrados” afirmaba un cartel que vi hace poco en una manifestación. Me pareció un argumento irrefutable en un momento en que parte del establishment político busca exponer, humillar, atacar a las personas trans. Vivo en Texas, donde en estos momentos se está por aprobar una ley que obliga a las personas a utilizar el baño correspondiente al género con el que nacieron. Esto significa, por ejemplo, que si una niña común y corriente de catorce años que nació niño y desde que tiene cinco fue reconocida y aceptada como mujer por sus padres, primero, y por la sociedad, después, debe ir al baño de hombres. No hace falta esforzarse mucho para comprender lo horrorosa que puede volverse la situación y lo injusta que es (sobre todo dado que las justificaciones que se dan para la ley son un patético intento de disimular el más básico fundamentalismo reaccionario y la ignorancia).

(Foto de Sara D. Davis/Getty Images)

No hay luz sin sombra (y viceversa); mientras partes de la sociedad se vuelven más abiertas, otras se encierran más en sus ideas (homo/trans) fóbicas.

A pesar de las decenas de argumentos que fueron presentados en contra de esta ley (la dificultad de aplicarla: ¿quién deambula por la ciudad con el único documento que dice con qué juego de genitales nació, es decir, el certificado de nacimiento?; el absurdo de destinar agentes policiales a –o pretender que los maestros se ocupen de– verificar que todos estemos haciendo pipí donde “corresponde”; la inmoralidad de exponer a personas a quienes deberíamos estar protegiendo, y muchos otros más), el proyecto de ley cobra fuerza.

Como con muchos otros asuntos que estos días llenan las noticias, la causa de este odio es el miedo, que a su vez está provocado por una profunda ignorancia. La gente se imagina que un transexual es una aberración de la naturaleza, una persona con una enfermedad psicológica o con problemas de identidad. Quizás piensen que los transexuales son grandes pervertidos que pueden contagiar al resto o monstruos que quieren acabar con el orden social que tanto costó alcanzar.

Si en cambio pudiéramos pensar al transexual como una niña inocente que apenas puede expresarse le dice a su madre que ella es un niño, o como a un hermano menor que va a la escuela primaria y cuando nadie lo ve se pone tu vestido de bailarina, si pudiéramos escuchar a un pequeño de diez años que dice que le da mucho miedo lo que pueda pasar con él cuando crezca porque la gente odia a los transexuales, o si fuéramos una madre que hace todo lo que está a su alcance para que su hija trans sea feliz, pero tiene pánico de lo que pasará cuando esa hija enfrente la vida por sus propios medios, ¿estaríamos de acuerdo con legislaciones como ésta? ¿O pesaríamos también que los trans son sagrados y que es nuestro deber protegerlos?

Solemos olvidar, porque es algo aterrador, que no elegimos ser quienes somos, ni nacer donde nacimos. El adolescente sin hogar, desechado por su familia, tuberculoso, que sobrevive en las calles de Mumbay no eligió nacer en esas circunstancias, así como el millonario de sonrisa perfecta no hizo nada para merecer su cuna de plata y heredar una fortuna incalculable que no ayudó a amasar. Uno no se hace gay o trans por elección propia, sino que uno es quien es, y no existe terapia capaz de cambiar lo más profundo: la identidad que late en el centro de nuestro ser. Porque la identidad no es una enfermedad que debe ser tratada, sino ese don tan valioso que cada persona, por ser única, tiene para darle al mundo.

Al tratar el tema de la identidad de género con tanta naturalidad y respeto, Transparent se convierte en una obra educativa: no se trata de ser progre y de tolerar a los que son diferentes, sino de comprender, de poder ponernos en los zapatos del trans, de sufrir con él y de sentir esa empatía mágica que nos hace ver que nuestros hermanos (en el sentido religioso de que todos somos hermanos) no son nuestros hermanos sino, al igual que nosotros, diferentes manifestaciones de un único ser universal al que, si tuviera que nombrar, llamaría Utopía. Utopía porque, si todos nos reconociéramos como parte de lo mismo, sería prácticamente imposible odiar, señalar, lastimar, y nuestro mundo sería mucho mejor.

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Cecilia Galli (Buenos Aires, 1975) es autora de los libros Superhéroes (Cara de Cuis editora, 2009) y Karaoke kiss (Textos de Cartón, 2010).

Twitter: @manzanitatomika

Fotos: Amazon.com

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