Por Mariana Oliver

La sombra que proyecta la iglesia apenas alcanza para cobijar los adoquines que tapizan la plazuela. Cuando atardece, las tres cruces discretas que la coronan se convierten en trazos difusos sobre el suelo. La gente camina de regreso a sus casas y pasa sobre ellos casi sin notarlos, porque la iglesia y sus alrededores forman parte de su vida diaria. La cotidianidad nos vuelve ciegos.

Aunque el sol y la lluvia han deslavado la fachada de este templo y devorado su puerta de madera, los tonos marrones y la textura de la piedra de la cúpula principal la hacen parecer robusta. Esta iglesia está dedicada a San Juan Bautista, el santo que da nombre a este barrio de Xochimilco. Cuando la campana de la iglesia repica, su llamado recorre los callejones del barrio. Alcanza a todos los que lo habitan y que llevan ese martilleo grabado en el cuerpo como si fuera una palpitación. Tal vez, incluso, cuando están lejos el quiebre metálico los acompaña para marcar las horas del día. Hay sonidos que nunca nos abandonan.

Frente a la iglesia, a sólo unos pasos de la plazuela, hay un árbol viejo que responde a las campanadas que atraviesan el aire. Las hojas que lo cubren parecen estar hechas de agujas alineadas: si fueran de cristal, sonarían ligeramente con la vibración. Es un ahuehuete que tiene quinientos años. Es el más antiguo de Xochimilco y uno de los más viejos que existen en la ciudad.

La gente del barrio lo llama “Sabino” y se refiere a él con el respeto con el que se trata a los ancianos. Hay quienes aseguran que lo plantó Cuauhtémoc como signo de agradecimiento. Sus hojas crecen como ola verde que se desploma. Su crecimiento está fundado en una contradicción: mientras más alto llega, sus hojas tienen que descender más. Se acercan al suelo porque buscan el agua que alguna vez corrió bajo su follaje.

Foto: Carlos Estrada, planetaazul.com,mx

El tronco del Sabino tiene un diámetro de cuatro metros y mide veinticinco de alto. Ha sobrevivido a la expansión de la ciudad y a la escasez de agua que ha terminado por secarla, pero el Sabino se niega a desaparecer, está aferrado a la profundidad de la tierra, con las raíces muy abiertas.

Una vez un rayo lo mutiló. Frente a la iglesia, como cualquier otra ofrenda, apareció una rama titánica. Entonces la gente del barrio se organizó para cortarle las hojas y tallar la corteza hasta volverla maleable. La partieron en trozos y en ellos tallaron figuras de santos. Adoran en sus casas a un árbol desmembrado.

El barrio de San Juan creció imitando las ramas del ahuehuete. Su distribución es irregular y caprichosa, está lleno de callejones que sólo pueden recorrerse a pie o en bicicleta. No es extraño encontrarse de frente con la orilla verde de un canal. Las calles suelen estar adornadas con banderas de colores o con flores de plástico atadas a los postes de luz como si siempre hubiera una fiesta.

Cualquiera que visita San Juan se da cuenta de que la vida de los habitantes del barrio gira alrededor de la iglesia y del árbol viejo. Nadie puede asegurar cuál de los dos es más importante. Durante el año la iglesia se llena de velas, de flores, de comida. Sobre la raíces expuestas del Sabino la gente coloca el nacimiento navideño y la ofrenda para los muertos, a veces huye de un toro de cartón con cuerpo de muchacho que arroja fuego en medio de una fiebre de pólvora y de luces.

Un árbol tan viejo como el Sabino tiene raíces muy profundas y quizá sea capaz de sostener a un barrio entero por generaciones, de ser el soporte de su genealogía. La gente que creció en San Juan se rehúsa a vivir en otro sitio y, si tiene que hacerlo, procura que sea lo más cerca posible de ahí. Seguramente las raíces del árbol se les han quedado engarzadas a los pies.

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Mariana Oliver es germanista y maestra en literatura comparada por la UNAM. En 2016 ganó el Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos con el libro Aves migratorias.

Twitter: @marianaoliver

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