Por Mariana Oliver

Boston es una ciudad antigua que se resiste a la quietud. A lo largo de cuatro kilómetros es posible adentrarse en la narración que inicia con un desembarco y se construye día tras día en los vagones del metro, en las bancas ocupadas por indigentes, en las universidades y los edificios que tapizan las calles con su sombra. Aquí la invasión, la independencia, la liberación de los esclavos, el sendero de la libertad, el atentado terrorista. Mirando hacia el puerto es fácil evocar el cargamento de té arrojado al mar como gesto de desobediencia.

Arrastrados por el cauce del río Charles, los corredores nunca se detienen, serpentean las avenidas y los parques. Basta con dirigir la mirada hacia la calle para toparse con la expresión que caracteriza a la gente cuando corre: parecen estar en otro sitio. Han descubierto que recorrer una ciudad valiéndose tan sólo del impulso del cuerpo es la mejor manera de sentirla propia.

El cambio de estación anuncia la proximidad de la carrera. Cada abril, desde hace 121 años, Boston se prepara para recibir a corredores de todo el mundo. Las calles se limpian y de un día para otro florecen los rastros que guiarán el maratón. La ciudad se desdobla y renace alrededor del trayecto que la surca. Donde antes se extendía una hilera de carros, ahora se refleja la luz del último sol de invierno que se rehúsa a terminar.

Km 0

La distancia que hay entre Hopkinton y Boylton Street es de 42 kilómetros. Los corredores se reúnen a las afueras de la ciudad, intercambian saludos y, aunque no se conocen, se sonríen con complicidad y se desean suerte. El maratón comienza a las diez de la mañana y conforme el momento del arranque se aproxima, el hormigueo en las plantas de los pies aumenta hasta convertirse en una vibración. Si bien, algunos de los que están ahí han atravesado la mitad del mundo, la sensación de extranjería los abandona: esta ciudad los arropa. Sus olores y la textura de sus calles se quedarán grabadas en su cuerpo y en lo profundo de su memoria. Los espectadores se agolpan alrededor de la salida. Los envuelve la euforia contagiosa, la efervescencia de lo que está por ocurrir. También ellos quieren ser parte de la ola que está por desbordarse.

Foto de Jim Rogash/Getty Images

Quienes han corrido un maratón dicen que el principio de la carrera es un estruendo, una explosión que no se apaga durante los primeros kilómetros. Para ser parte del estruendo de Boston hay que entrenar el cuerpo y el carácter. Hay que conocer el límite del cuerpo que también es el límite del dolor.

Km 6

Ella vuela y no se detendrá hasta terminar la competencia. Se registró como K.V. Switzer para poder inscribirse. Era 1967 y era una mañana blanca salpicada por la nieve. Se pensaba que las mujeres no podían correr maratones, que sólo el cuerpo de los hombres era suficiente para recorrer esa distancia.

Una de las cámaras que la mira de frente dispara en el momento preciso y la mantiene ahí, dueña de su ligereza, sin rozar el suelo. Adelanta la cabeza para jalar el resto de su cuerpo que sale disparado como si se hubiera liberado de una carga y buscara protegerse. El número 261 asentado en el dorsal se lee en medio de su torso. Los hombres a su alrededor parecen desconcertados, tienen la mirada puesta en ella, pero no se detienen y Kathrine Switzer tampoco. A sus espaldas un hombre quiere cazarla. Agita el brazo en su dirección y la persigue. El sonido de sus zapatos se distingue entre las pisadas de goma del resto de los corredores. Ellos saben que en medio de un maratón ese golpeteo significa peligro. Se llama Jock Semple y está furioso, le grita que se largue de su carrera, que le devuelva el dorsal, pero ella vuela.

Foto: wbur.org

Lo que está fuera de la foto es aún más revelador: otra mujer llamada Bobbi Gibb ha adelantado el paso a Switzer. Seguramente no se ha enterado del jaloneo a sus espaldas. El año anterior, cuando intentó inscribirse al maratón, recibió una carta de los organizadores en donde aseguraban que las mujeres son psicológicamente incapaces de correr esa distancia, que no lo intente. Bobbi se ríe. Tiene 24 años y durante sus entrenamientos ya corre 64 kilómetros. Éste será su primer maratón. Lleva una sudadera holgada con capucha. Los corredores a su alrededor empiezan a murmurar. Ella escucha lo que dicen, ahí va una chica, es una chica la que corre, y la animan a no esconderse, a mostrar la cara. Al día siguiente los periódicos informaron sobre su hazaña. Les pareció una anécdota curiosa.

Es 1967 y ella corre por segunda vez sobre la calles de Boston. Este año tampoco lleva dorsal. Bobbi Gibb alcanzará la meta en tres horas y veintiún minutos. Una hora antes que Kathrine Switzer. Delante de la mayoría de los competidores que se inscribieron a la competencia en ese año.

Km 30

La ciudad les pisa los talones. Los sonidos de la calle y el bullicio desaparecen. Sólo el cuerpo, sólo la fatiga que obliga a disminuir el ritmo, la consciencia del dolor y del aire. A los 30 kilómetros los corredores han agotado la reserva de energía que el hígado y los músculos son capaces de almacenar. El cuerpo quiere detenerse porque es el único modo de preservarse.

La voz que los acompaña desde el principio de la carrera comienza a dudar. A todos les dice algo distinto. Es la voz que conoce las fragilidades, los miedos que no se comparten con nadie. En griego, la palabra maratón significa hinojo. Es una planta perenne y aromática de un color verde muy intenso. Sus propiedades curativas son conocidas desde la antigüedad.

Km 42

Tiene 70 años y sus gestos no han cambiado. Kathrine Switzer sonríe y abre los brazos en cuanto cruza la meta. Ha corrido el maratón 40 veces y ésta es la novena ocasión que atraviesa Boston. Durante el recorrido mujeres y hombres comparten la calle. Aunque el número en su dorsal es el mismo que utilizó la primera vez, esta ciudad es otra.

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Mariana Oliver es germanista y maestra en literatura comparada por la UNAM. En 2016 ganó el Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos con el libro Aves migratorias.

Twitter: @marianaoliver

 

 

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