Por: Renato Leduc Castrejón 

Albert Camus / Arthur Koestler
Reflexiones sobre la pena de muerte
Capitán Swing, 2011

Un fenómeno peculiar, mas no del todo extraño, se está acrecentando en nuestro país: la muerte a manos del pueblo, de ladrones y criminales de poca o mediana monta. Cada una de estas noticias es celebrada por miles de lectores. Los ejecutores son alabados y los cadáveres de las víctimas dilapidados con insultos y sentido moral perverso.

El fenómeno de la justicia por mano propia es pariente cercano de la pena de muerte avalada por cualquier Estado. Las directrices de estos problemas son claras, pero su solución es intrincada y, hasta cierto punto, irresoluble: ¿merece el criminal un destino fatídicamente proporcional al de su víctima?

Manifestantes en contra de la pena de muerte afuera del juicio de Dzhokar Tsarnaev. / Foto: Getty Images

Reflexiones sobre la pena de muerte

Existen obras de diversas índoles que han abordado este tema. En el cine, Krzysztof Kieslowski, con el quinto capítulo de su serie El Decálogo, “No matarás”, desarrolla y problematiza la pena de muerte de manera admirable, casi como ningún otro cineasta lo ha logrado, retratando un sistema legal que roza la amoralidad y el sufrimiento de un asesino que es víctima de la venganza colectiva.

En literatura, un libro que llanamente se titula Reflexiones sobre la pena de muerte, reúne a dos de las voces más lúcidas del siglo pasado: el irónicamente llamado “anticomunista” por los librepensadores de aquel momento, Arthur Koestler, y la opción más leída pero menos comprendida del lector que se siente atraído por el existencialismo francés, Albert Camus.

Ambos escritores abordaron el tema de la pena de muerte en dos de sus libros más divulgados: El cero y el infinito, de Koestler; y El extranjero, de Camus. La primera novela narra las desventuras de un comunista que, como muchos otros, fue traicionado por un régimen que le dio la espalda a la primera oportunidad y lo condenó a la muerte; la segunda, sobre un hombre sumido en el tedio y la desidia del mundo moderno que hace caso de sus impulsos antes que su razón y comete un crimen irreparable y, a su vez, a una condena irreversible.

Tortura y ejecución de prisioneros en Mesopotamia por Heinrich Leutemann. / Foto: Getty Images

Código de sangre

La primera sección del libro está a cargo de Koestler. Es un texto sumamente documentado para fortalecer los argumentos del autor. En un trazo rápido pero detallado de la historia de la pena de muerte en Gran Bretaña, saca a relucir penosos episodios de aquel imperio respecto a este tema: la promulgación del Código de sangre, una brutal legislación que apostaba por combatir el desbordado crimen de las ciudades principales del reino, sin hacer distinción en edades, sexo, gravedad del delito e incluso especie.

En otra época, miles de animales fueron asesinados no con fines productivos, sino más bien morales:

Otro crimen pasible de pena capital para los animales, además del homicidio con premeditación o sin ella, eran las relaciones sexuales con un ser humano. En ese caso, los dos cómplices, el hombre y el animal, eran quemados vivos juntos, de acuerdo con la Lex Carolina. El último caso referido fue el de Jacques Ferrón, quemado en 1750 en Vanvres [sic], por haberse entregado a actos de sodomía con una burra. Sin embargo, la burra fue absuelta…”.

Otros más hablaban del ahorcamiento de niños de menos de 10 años por robar tizas o dulces de tiendas durante el siglo XIX. Nada satisfacía al sistema legal británico. Todos debían pagar por sus errores, incluso con su propia vida. Lamentablemente, como apunta Koestler, el fenómeno de la pena de muerte no es algo que se aloje en el pasado.

Es una realidad que pone en evidencia las carencias de un sistema legal miope, que defiende el libre albedrío, pero sólo si éste se manifiesta en la mano de un asesino. Los humanos son libres de matar, por tanto, el gobierno tiene derecho a juzgarlos sin mayores limitaciones morales.

Arthur Koestler en 1965. / Foto: Getty Images

Un Estado moralmente superior

Después entra Camus, más reflexivo y literario, con un suave estilo que retrata las más ásperas superficies de la realidad humana. Camus fue uno de los autores que más veces se manifestó en contra de la pena de muerte, no sólo en Francia, nación que habitaba, sino en cualquier lugar del mundo donde el Estado se creyera moralmente superior como para convocar a la multitud a presenciar el decapitamiento de un criminal.

Según Camus, las respuestas a las defensas más férreas contra la pena de muerte nos la entregan los números: no hay correspondencia, y nunca lo hubo, entre el aumento de ejecuciones y la reducción de actos delictivos. Al contrario, hay documentos que comprueban la presencia de criminales en ahorcamientos justo antes de llevar a cabo una fechoría.

Albert Camus en 1957. / Foto: Getty Images

Uno de los momentos quizás más duros de este libro, es cuando Camus habla sobre la suerte de un decapitado. En aquel tiempo, por testimonios escritos de médicos y sacerdotes que presenciaron de cerca la suerte de miles bajo la guillotina, se sabe que, tanto cabeza como cuerpo mantenían sus funciones vitales durante algunos segundos, incluso minutos después del acto. Es decir que existía la posibilidad de que, por un momento, fugaz para un tercero pero quizás eterno para el ejecutado, podía ver su cuerpo alejarse de su cabeza.

Un sacerdote, cuenta Camus, recuerda cómo la cabeza de un criminal lo miró fijamente, con suma tristeza, después de la ejecución. Éste la bendijo rápidamente con un ademán tembloroso y vio, probablemente a causa del nerviosismo o la realidad, cómo se dibujó una sonrisa en aquel rostro ya sin cuerpo después de aquel acto compasivo.

Una ejecución en la Place de la Revolution entre 1793-1794. / Foto: Getty Images

Supervivencia

La justicia es, sin duda alguna, uno de los conceptos más problemáticos de una sociedad que se jacta de su civilidad. La pena de muerte, al parecer, así como la justicia a mano propia, se manifiestan como un regreso a la pulsión natural de supervivencia, al gesto más primitivo del humano que se abalanza al cuello del otro mamífero que también tiene los colmillos para hacerlo.

“Para algunos hombres, más numerosos de lo que podría creerse, saber lo que es realmente la pena de muerte y no poder impedir que se aplique es físicamente insoportable. Que se alivie por lo menos el peso de las sucias imágenes que caen sobre ellos, y nada perderá la sociedad. Pero al fin eso mismo será insuficiente. No habrá paz durable, ni en el corazón de los individuos ni en las costumbres de las sociedades, hasta que la muerte no sea excluida de la ley”.

El responsable de reunir a estas dos importantes voces fue, en 1957, Jean Bloch-Michel, quien también se encargó de la introducción del libro y de un pequeño capítulo anexo que lleva por título “La pena de muerte en Francia”, que ahonda sobre aspectos estadísticos, legales e históricos de la pena capital en aquel país europeo. Una de las reflexiones más interesantes de este apartado quizá sirva de conclusión para el libro y para esta breve reseña.

Admitir que el robo, en cualquier forma que sea, puede castigarse con muerte, es devolver a la propiedad un carácter sagrado que la evolución de nuestras costumbres y de nuestras ideas le negó definitivamente en el curso de los dos últimos siglos”.

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