Por: Elvira Liceaga

En un traje sastre como el que decidió ponerse hace cuarenta años para “verse como la gente normal pero hacerlo todo diferente”, David Byrne está sentado en una silla frente a un escritorio, como en un salón de clases, con un cerebro humano de plástico en la mano, y canta “Here”, una canción que distingue regiones cerebrales y trata de cómo creemos que procesamos el mundo. Escuchamos esa voz con la que estamos tan familiarizados, de la que nos hemos apropiado para musicalizar la vida y con frecuencia para entenderla, cantar: No más información ahora / A medida que pasa a través de tus neuronas / Como un susurro en la oscuridad / Levanta los ojos a alguien que te ama / Estás seguro justo donde estás.

Mientras los músicos van apareciendo y desapareciendo del escenario, cruzando por la cortina de cadenas que lo rodea, en el público intuimos que vamos a presenciar un algo incomparable, pero no sabemos todavía que será una lección visceral, no sabemos que esta noche vamos a recuperar la capacidad de asombro.

Fotos: OCESA/Lulú Urdapilleta

De cuestionarse qué es ficción y qué es realidad en “Dog’s Mind”, a preguntarse si hacer o no lo correcto en “Doing The Right Thing”, pasando por su pregunta fundamental, ¿cómo llegué aquí? en “Once in a Lifetime”, sus letras retumban placenteramente en nuestras conciencias. Y la puesta en escena es tan desconcertante como atractiva: los doce músicos se mueven tocando instrumentos inalámbricos, casi flotando en el escenario, como una constelación de cuerpos en un universo aislado, lejos de las leyes de la naturaleza; una casa que habitan descalzos, a la que estamos invitados, en “Everybody’s Coming To My House”.

La simplicidad es un tipo de transparencia en la que los matices sutiles pueden tener efectos de gran tamaño. Cuando todo es visible y parece ser tonto, es cuando los detalles adquieren significados más grandes“, escribió Byrne en su libro Cómo funciona la música. Del performance de American Utopia, la estética minimalista y monocromática forman otra armonía y cumplen con esa ideología tan Byrne de lo extraño y lo sublime.

Fotos: OCESA/Lulú Urdapilleta

La experiencia del concierto es sobrecogedora, y colectiva. Sobra decirlo, atraviesa uno cierta catarsis: bailamos en nuestros lugares chocando unos con otros, abrazándonos a ratos, entre amigos o al extraño que tenemos al lado; cantamos y cuando no cantamos sonreímos conmovidos, entregados. ¿Hace cuanto que no sentíamos una felicidad tan limpia?

En “Everyday is a miracle” levantamos las manos al cielo y agradecemos estar ahí. Y es que hay algo de celestial en esa caja plateada que contiene a los músicos. Ante el gobierno distópico, de su país, del nuestro, con miedos, frustraciones y desesperación, Byrne creo su propia versión del paraíso.

Ojalá que al otro lado de la vida haya un concierto de David Byrne.

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