Ahora lo ves, ahora no lo ves
Aparecer, desaparecer
Jorge González de León

Lo nimio basta, bien observado, para describir lo monumental,
porque lo monumental no depende del tamaño.
Lorenzo Arellano

No hay acción pequeña
Buda

Trabajar la investigación histórica en México —en el campo que se quiera: arqueológico, documental, gráfico, poético, gubernamental sobre todo, arquitectónico— ha resultado, hasta muy recientemente, un trabajo cuesta pa’ arriba. Quien lo haya intentado lo sabe. Hace años que creo que el país es una nación de enterradores, y de vuelta, un país de excavadores, arqueólogos, investigadores e historiadores (de ahí mi profunda admiración por los arqueólogos y los restauradores), cuyas profesiones debieran ser, junto con la de los investigadores, historiadores y antropólogos, las más importantes, reconocidas y celebradas.

Un País de enterradores. ¡Bueno, enterramos hasta pirámides! Sabido es que cada gobierno y administración en México, en los tres niveles de gobierno —municipal, estatal y federal— destruye los archivos de su gestión para ocultar el rastro de “sus malos manejos”, como se dice. Fui testigo indirecto de la destrucción, apresurada pero implacable, de los archivos de Nacional Financiera, concernientes al sexenio del rapaz y delincuencial Salinas de Gortari, la mismísima noche anterior a su entrega a la siguiente administración. Cuenta mi testigo que se pasaron la noche completa alimentando a esas siniestra máquinas que convierten los documentos en trizas de papel, esas que hacen virtualmente imposible su reconstrucción, como si fueran cadáveres en el tiradero de Cocula, por supuesto, con un priista a la cabeza, el ex Regente de la Ciudad de México, Villareal.

Más tarde, fui público testigo de la simultánea aparición de las fosas de Iguala y Cocula y, casi al mismo tiempo, en Teotihuacan, de la maravillosa exposición de una excavación de los tesoros del Templo de la Serpiente Emplumada: inéditos testimonios ambos, claves de la vida y la muerte, lo enterrado, lo contraído y excavado del sentido preciso del extraño jeroglífico que significa la destrucción y la creación del Cosmos mexicano, retratada en el escudo nacional; magníficos, esplendorosos tesoros espirituales del suelo mexicano, frente a las ruinas de una religión fundada por camelleros comerciantes de otra lejana parte del mundo. ¿Y ahora, cuáles son nuestras raíces? O cavamos dentro de nosotros mismos, o, al más puro estilo priísta, enterramos para desaparecer, ahora, no individuos, tiernas adolescentes y niños, estudiantes (y habría que revisar el sentido profundo de esta palabra, en la tradición que se quiera, vasconcelista, cristiana, socrática o budista, como discípulos), sino que ahora desaparecemos grupos y hasta movimientos. Pues no, no desapareceremos.

Sin embargo, y por el otro lado, hace años, mi buena y admirada amiga, Laura Barcia, de origen argentino, pero avecindada en México hace más de 45 años, me hizo ver una característica de nuestro país que resulta indudable: ella lo llama, con gran agudeza, y quizá con las connotaciones referentes al tradicional cemento mexicano, “el espíritu Tolteca”. En una de esas apreciaciones que sólo los extranjeros tienen y que resultan tan útiles para reconocernos a nosotros mismos, sostiene que los mexicanos estamos poseídos por una especie de locura por obrar. La prueba es esa compulsión por construir, desde echarle un piso para arriba a la casita, construirle un balcón o una ventana, hasta tender una plancha de cemento al jardincito de atrás; en los barrios populares, las azoteas seguido tienen castillos de varilla siempre listos para aspirar a más alturas y pisos; el edificio del diario Excelsior es una elocuente prueba. Pero bastaría recordar que el censo de monumentos, iniciado en el Porfiriato, hoy no ha sido terminado. Por cálculos conservadores, se afirma que en el país —en lo que queda de él— hay más de 22 mil sitios arqueológicos —incluyendo arriba de trescientas ciudades mayores— más de 32 mil iglesias, conventos y haciendas coloniales… y un sinfín de edificaciones civiles y vernáculas de gran valor: sirva Tlacotalpan —declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO— como prueba empírica.

Somos un país que construye para enterrar.

 

Colaboración de: Coco

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