El cambio climático y la crisis ambiental son problemas de largo aliento que la humanidad enfrenta actualmente y tendrá que seguir enfrentando a lo largo de las próximas décadas. Poco a poco se ha generado mayor conciencia sobre esto. Año con año se da seguimiento mediático a la COP de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático para conocer los acuerdos y estrategias de líderes mundiales para tratar de mitigar las catástrofes ecológicas que nos esperan. Igualmente, hay innumerables iniciativas ciudadanas que buscan informar y contribuir al planeta con pequeñas acciones que, en lo colectivo, pueden volverse poderosas. Lo mismo sucede con la iniciativa privada que, ya sea por buena voluntad o porque ha encontrado ahí un nicho de mercado jugoso, pretende transitar hacia modelos “verdes”, como ha sido el caso de la industria automotriz y más recientemente el sector financiero.

A lo largo de 2021, se triplicaron las empresas a nivel mundial comprometidas con operaciones libres de emisiones; simultáneamente, aparecieron más de 330 fondos con criterios ESG (environmental, social and corporate governance) enfocados a modelos verdes de inversión. Los ESG son una evaluación en la que se miden los niveles de conocimiento y discernimiento del impacto que una empresa puede tener sobre el medio ambiente y sus comunidades aledañas. La idea es, básicamente, que invertir en este tipo de activos implica hacerlo con cierta conciencia, puesto que, en teoría, hay una preocupación activa y real por problemas ambientales desde la iniciativa privada. En el sector financiero estas inversiones comienzan a consolidarse como una tendencia fuerte y se calcula que puede ser un mercado que alcance los 53 billones de dólares para 2025. Sin embargo, no siempre son tan verdes como parecen.

Las inversiones que “nadie” quiere

La gente con ganas de “ayudar” al medio ambiente, pero también de hacerse de dinero por medio de sus inversiones, está recurriendo a los fondos ESG. El problema es que esos activos no siempre cumplen lo que prometen. Un reporte de InfluenceMap a mediados de 2021 dio a conocer que aproximadamente 50% de las empresas en las que se invierte bajo estos criterios no están alineadas con las metas de los Acuerdos de París, a pesar de que se venden como “verdes”, de cero emisiones, con miras a una transición energética, que usan energías limpias, etcétera. En suma, parece que se trata de compañías que lo único que hacen es greenwashing; es decir, que lo único que buscan es capitalizar la conciencia por la crisis ambiental para hacerse de más ganancias, pensando el cambio climático como una oportunidad de negocio.

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Por otro lado, las inversiones verdes presentan otro problema grande que con frecuencia es soslayado. Muchos de los portafolios financieros a nivel mundial están en un proceso de “limpieza”. Poco a poco, empresas, fondos e inversionistas se están deshaciendo de activos ligados con el uso de carbón, el gas y el petróleo. Adquieren, por el contrario, acciones que prometan alguna suerte de combate al cambio climático o, de perdida, que pretendan no empeorar la cosa. Pero en esas transferencias de activos el problema de fondo no desaparece. Esas inversiones “sucias” no es que desaparezcan, sino que sólo son compradas por particulares que o no tienen ningún tipo de interés por el medio ambiente o que ni siquiera les interesa fingir públicamente que les importa. Así pues, las mismas empresas sin criterios ESG siguen operando de la misma manera, mientras los inversionistas “verdes” pueden andar con la conciencia tranquila.

En el fondo, en ese esquema, nada cambia. 

¿Regreso a los particulares?

En próximos años se calcula que empresas y particulares desechen activos “sucios”—particularmente relacionados con combustibles fósiles—con un valor aproximado de 128,000 millones de dólares. Nada más en los últimos dos años las transacciones de este tipo se estiman en 60,000 millones de dólares. El frenesí por las inversiones verdes sin duda es una buena noticia en abstracto. Significa que hay cierta conciencia sobre la crisis ambiental presente y que está por agravarse en el futuro cercano. Sin embargo, también es probable que no sea más que un juego de luces y sombras, en el que el mismo mercado y el sector financiero han aprendido a adaptarse en sus discursos públicos para dar la impresión que se hace algo. Pero, en el ínter, las reglas del juego actuales permiten que esas transiciones y cambios sean irrelevantes, mientras todos esos activos desechados siguen operando sin problemas.

Las inversiones verdes se expanden en portafolios. Los activos “sucios” se hacen a un lado. Pero se deben pensar en alternativas para que esos ejercicios de cambio no queden en mera retórica. Hay quienes abogan porque esas acciones que ya “nadie quiere” sean adquiridas por empresas y liderazgos dispuestos a modificarlas una vez cerrada la transacción. La buena fe rara vez ha sido capaz de cambiar tanto. Quizá, la única salida actual es que las reglas del juego a nivel gobierno no permitan que esas empresas puedan seguir operando igual, con mayores impuestos al uso de carbón o gasolinas. Porque parte de lo que no entienden las inversiones verdes (que nada más se olvidan de activos más peligrosos) es que una transición a cero emisiones, más que redituable, de hecho es altamente costosa. Y son costos que como sociedad se deberían asumir. 

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