Fue un día como hoy cuando la historia de las prohibiciones, en cuanto a sustancias, comenzó. Un 19 de febrero de 1881, en el estado de Kansas, en los Estados Unidos, la ley de prohibición al alcohol entró en vigor. Los votantes la habían aprobado el año anterior por una amplia diferencia, suceso que no era extraño considerando que Kansas era el estado que tenía mayor concentración de partidarios del Temperance Movement en los Estados Unidos.

Años después, la noche del 17 de enero de 1920, la Ley de Prohibición Nacional o Ley Volstead, por Andrew Volstead , el principal supervisor de su aprobación, entraba en vigor. Según la Enmienda 18, a partir de ese momento la importación, exportación, fraccionamiento, trasporte, venta o elaboración de toda bebida alcohólica, era considerada como un delito mayor.

Lo que antes era un buen negocio, se convirtió rápidamente en el coloso de la mafia que tanto rememoran las películas hollywoodenses. Para 1925 había 100.000 bares secretos en las principales ciudades, 10.000 de ellos en Nueva York. La fabricación de bebidas, como el Gin de la Bañera, una mezcla de alcoholes de grado barato y saborizantes como bayas de enebro, reposados por días en las tinas de baño, se convirtió en un hecho común.

El bob cut, las faldas a la rodilla y los flequillos, el jazz; íconos como Clara Bow o F. Scott Fitzgerald, acompañaron cercanamente a quienes de alguna u otra forma, marcaron la pauta para el estereotipo de delincuente norteamericano. Los años 20, con toda su innovadora estética, dejaron una marca indeleble en la ficción americana que hasta la fecha sigue floreciendo como uno de los temas predilectos de la pantalla grande y de la pantalla chica, un buen ejemplo es la serie de HBO, Broadwalk Empire, que nos lleva a Atlantic City en los inicios de los 20. La historia protagonizada por Enoch Thompson –el magnífico Steve Buscemi—, el tesorero de Atlantic City, es una muestra estética y moral del fluir de intereses que en aquella época reinaba. Escrita por Terence Winter, (The Sopranos), producida por Martin Scorsese, quien dirigió el primer capítulo, Broadwalk Empire nos describe la ruta de la Prohibición en sus primeros años, el ir y venir de alcohol, desde Atlantic City, hasta Nueva York, e incluso el famosísimo Chicago, flor del “Sindicato del Crimen”. Lo que en los años 20 fue perseguido por la ley norteamericana ahora es evocado con cierto romanticismo por la ficción.

Fue en el mismo año en el que comenzó la prohibición, que Al Capone llegó a la mítica ciudad de Chicago, lo había enviado su jefe, Frankie Yale –al lado de su mentor Johnny Torrio — a trabajar para James “Big Jimy” Motola Danon,el padre del vicio en los años 20.

No pasó mucho tiempo antes de que Motola Danon terminara asesinado, y de que Torrio –con su fiel secuaz, Capone–subiera al poder, encargándose del negocio de las casas de apuestas, la prostitución y, por supuesto, el tráfico ilegal de alcohol. Capone cosechó su fama dirigiendo el negocio luego de que Torrio se retirara y le heredara su plaza. Aliado de la mafia, rey de la mafia, Capone dominó el crimen en la ciudad, derrotando a todas las bandas que de alguna forma significaban alguna competencia. El Rey del Hampa, es decir, Capone, creó el Sindicato del Crimen, a lado de sus perros fieles, Frank Nitti, Campagna, Guido Cicerone, Guzk y Fischetti. Para 1926 transformó el negocio del alcohol en la red criminal más abundante de la época. Cuenta la leyenda que ocho años después de que comenzara la Ley Seca, Capone ya poseía una fortuna de cien millones de dólares.

Como muchos otros maestros de la mafia, Al Capone, no fue nunca juzgado por el tráfico de alcohol, sino por evadir impuestos y fue condenado a 11 años de prisión el 17 de octubre de 1931, justo antes de que viera su imperio desmoronarse ante la legalidad de su negocio.

Lo cierto es que los americanos de los años 20, eran –y siguen siendo—una sociedad consumidora que, de alguna manera, protegió al negocio de bebidas embriagantes y gestó, en el marco oscuro de esa ilegalidad, muchos de los íconos que internacionalmente reconocemos como las bases de la cultura norteamericana moderna: la moda, el cine, las Flappers, el jazz, el jazz, el jazz.

Sin duda, los años 20 consolidaron una red criminal que echó fuertes raíces en la tierra de las barras y las estrellas, la Ley Seca posiblemente es el mayor fracaso legislativo en la historia de Norteamérica. En esa década, los homicidios aumentaron un 78 por ciento; el 95 por ciento del contrabando de licores llegó finalmente a su destino; el consumo percápita de Alcohol se aceleró notablemente, y los fallecimientos por la toxicidad de las bebidas caseras fueron notables; la corrupción de las autoridades y su vinculación con los grupos de la mafia proliferó en cada uno de los estados, y por supuesto, el crimen organizado llegó para quedarse.

Para 1933 la oposición pública a la prohibición aplastó al Congreso y ese mismo año el Acta de Cullen-Harrison, legalizó la cerveza, pero eso no fue suficiente. Meses después, el 5 de diciembre de aquél año, la Vigesimoprimera Enmienda restauró el control del alcohol entregándole la responsabilidad a los estados, para luego abrirle paso a la Administración Federal del Alcohol que en 1935 tomó las riendas del “negocio”.

Fue en esos mismos años 20 cuando en México, la prohibición de la mariguana tuvo sus inicios. El cultivo y comercio de marihuana y adormidera se consolidó como un delito según las leyes federales. Sin embargo, como bien lo sabemos, el gobierno mexicano y los grupos narcotraficantes desde entonces habían mantenido una especie de cordialidad que, de alguna manera nos había mantenido lejos de la zona de guerra en la que nos encontramos ahora. Tal pareciera que el 11 de diciembre del 2006, el fenómeno de la Prohibición llegó a sus máximos niveles en nuestro país, cuando el gobierno panista declaró una guerra contra el crimen organizado en el estado de Michoacán.

Como si de un espejo magnificado de los años 20 en norteamerica se tratara, más de 50 mil personas han muerto en el marco de esta guerra; según Genaro García Luna el consumo de drogas se ha duplicado en los últimos cuatro años; las revistas del mundo ponderan a los líderes narcotraficantes como personas de grandísimo poder; los cárteles se han dividió y por tanto multiplicado; la estética del narco se ha difundido aceleradamente: los narcocorridos –cada vez más violentos—se escuchan en todas las colonias del país, las camionetas de vidrios polarizados son ahora un símbolo de poder no sólo económico sino social, una serie de palabras –levantones, rafaguear, narcomanta– se han adherido a nuestro vocabulario; las playeras Polo, como la que usaba La Barbie al ser arrestado, se venden en puestos de piratería; los rosarios de oro son un accesorio de moda que presume un nuevo estatus en nuestras estructuras sociales.

Será tal vez que estamos viendo como se asientan las nuevas bases para la construcción de una nueva identidad nacional, la identidad de un país que surgirá cuando esto acabe, un país que nacerá entre la sangre que lavan los peritos en las banquetas de nuestras ciudades.

 

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