Por Jaime Alfonso Sandoval

Malas noticias

“Alumno Cuauhtémoc Rojo, diríjase de inmediato a la oficina del director”, estalla el altavoz de la escuela. Al oír mi nombre siento una patada en la cabeza. La voz metálica y pastosa de la anciana secretaria escolar da escalofríos. Ocurrió algo malo, estoy seguro; nunca es bueno escuchar tu nombre por el altavoz. Mis compañeros me miran con una mezcla de pena, morbo e inmenso alivio de no ser los nombrados.

—Pásale, Cuitláhuac —dice el director cuando entro a ese asfixiante cubículo lleno de archivos viejos que llama oficina.

—Cuauhtémoc —aclaro. Siento nervios—. También me dicen Temo.

—Sí, eso quise decir… —el sudoroso director revisa un montón de papeles y expedientes. Me ve de reojo. Para él debo de ser una amorfa mancha adolescente de uniforme verde y granos en la cara—. Dime una cosa, ¿a qué se dedican tus papás?

Me pongo rígido. Esa pregunta siempre me causa ansiedad.

—Son… promotores —murmuro.

—¿Qué?

—Promotores —repito con voz insegura—. Hacen representaciones en tono de comedia para eventos en campañas educativas.

Ni yo entiendo qué dije. El director me mira y revisa un folleto.

—Aquí tengo que son payasitos de escuelas primarias —me muestra la página del directorio de profesionales donde aparece la foto de mi mamá con una peluca rosa y gafas amarillas y mi papá con una nariz enorme y un bombín azul. Debajo de ellos un letrero dice: Chispas y Chapitas, la Parejita Alegre®. Conocimiento y diversión. Garantizamos carcajadas o les devolvemos su ignorancia y mal humor.

—Sí, son ellos —reconozco. Mi dignidad está por los suelos—. Pero también fueron profesores de estudios superiores… Bueno, antes… ¿Están aquí?

—Ojalá. Sólo quería confirmar que se trataba de ellos. Lo siento, muchacho.

—¿Por qué? —siento vértigo.

—… Estas cosas pasan —su voz se vuelve extraña—. Verás…, no sé cómo decirte esto, la cosa es que tuvieron un accidente horrible, algo de verdad feo —el director toma el teléfono y oprime un botón—. Rosi, ¿me traes un cafecito? Sí, con dos de crema, porfa. Y el reporte de la última inspección escolar. Gracias —cuelga y vuelve a verme—. Pues eso, tuvieron un espantoso accidente en el metro, ocurrió hace un par de horas.

Por primera vez entiendo la expresión quedarse petrificado. No puedo moverme, todo me parece tan extraño, la cara grasosa y arrugada del director, el calendario escolar que anuncia el aniversario de la refundación de México Nuevo, los montones de expedientes. La expresión de mis padres en el folleto Chispas y Chapitas, la Parejita Alegre® con sus sonrisas pintadas con maquillaje, la peluca y el bombín.

—Pero… ¿qué pasó? ¿Cómo están? —consigo preguntar.

—Híjole, ése es el mayor problema —el director carraspea y se acomoda los lentes—, que ya no están. Fue algo horrendo, se arrojaron a las vías y hasta descarrilaron un metro, en la estación Nueva Constitución. Toda la zona es un desastre. Dicen que fue una escena dantesca… Espero que sepas qué significa esa palabra.

Asiento, duro, como lo haría un robot que ha estudiado La Divina Comedia.

—Por cierto, no te he ofrecido nada. ¿Quieres un vasito de agua? Sólo hay del grifo, se descompuso el purificador.

—Pero… ¡Mis papás no pudieron aventarse al metro! —mi voz es cercana a un grito—. Ellos están trabajando, hoy tienen dos representaciones escolares. ¿Puedo llamarlos? Seguro los confundieron con alguien más.

—Muchacho —el director suspira, un poco impaciente—. Ya confirmé todo eso. Además, ¿crees que abunda por la calle la gente vestida como Chispas y Chapitas? Entre los restos de las vías encontraron un zapato de payaso; perdón, no me estoy riendo —carraspea—, sé que es algo trágico, pero bueno, es que la situación es un poco cómica en el fondo, tú entiendes…

No, no entiendo.

—¿Por qué harían algo así? —mi voz suena extraña, como si alguien la pisara.

—Tú deberías saberlo mejor que yo… Deudas, alguna enfermedad, depresión, y a pesar de que vivimos en el lado bueno, ¡la vida puede ser difícil en estos días! No los juzguemos.

Creo que el director se da cuenta de mi estupor porque suaviza el tono.

—Tal vez cayeron a las vías en un accidente… ¿eh? —concede—. Con la saturación que hay del transporte público, es una porquería. He escuchado de algunos accidentes. No digas que yo te dije, pero supe de uno reciente, en la estación Gran Tribunal, con muchos muertos. En fin, piensa que al menos ya no sufren. Pudo ser peor.

—¿Peor que estar muertos?

—Claro, ¡mucho peor! Imagínate si hubieran quedado inválidos…, además, eres hijo único, ¿no? —revisa un papel, debe de ser mi expediente personal—. Y por su tipo de trabajo estoy seguro de que su cobertura médica era una porquería.

Parpadeo, sigo sin entender. El director completa:

—Tendrías que trabajar el resto de tu vida para pagar el hospital y luego mantener a unos padres inválidos, serías fichado en el sistema de deudores. Un dineral imposible de cubrir, créeme, heredarías esta deuda a tus hijos. Escucha lo que te digo. En el fondo, es una buena noticia, dentro de la tragedia, claro… ¿Dónde está mi café? —toma el teléfono—. Rosi, ¿qué pasó? No, no, dos de crema, ya sabes…, sí, porfa, y el reporte, es lo que importa —cuelga y me ve—. Pobre Rosi, a veces se le olvidan las cosas, pero no puede renunciar. Dicen que antes, a los sesenta o sesenta y cinco años estabas jubilado. ¡Qué tiempos! Y los sindicatos…, mi padre una vez estuvo en uno, le daban pavo para Navidad, ¿te imaginas? Así, gratis. ¡Dios!, dije pavo y me dio hambre.

Si hubiera un premio al director más insensible y cruel de la historia, estaría frente al ganador.

—En fin, muchacho, siento mucho tu pérdida —dice con prisa, mientras mira el reloj de la pared—. Debe de ser duro perder a tus dos padres, hechos papilla, así, de pronto. Pero tienes toda la vida por delante para superarlo, apenas tienes… ¿doce años?

—Dieciséis…

Me ve con cierta curiosidad.

—Pareces muy pequeño para tu edad. ¿Eres enano?

Supongo que piensa que al ser hijo de payasos debo de ser enano o así.

—Sólo soy algo bajito, pero mi mamá dice que me falta dar el estirón…, ella decía… —ya no sé cómo conjugar el verbo.

No puedo. Para ese momento es imposible evitarlo, sale un torrente de lágrimas. Busco en el bolsillo, lo único que tengo para enjugarme es una servilleta del sándwich sabor a res en chipotle que comí en el receso. Alcanzo a leer: Foodtech: combinamos los mejores genes, para llevarte el mejor sabor.

—No lo tomes a mal, muchacho —carraspea el director—. ¿Te puedo pedir un favor? No te ofendas, pero si quieres llorar, hazlo en la recepción, es que tengo mucho trabajo, ni te imaginas. Va a venir el inspector de la zona escolar. Si ve que no llegué a las metas académicas me quitan los estímulos de productividad de la escuela. ¿Entiendes?

Señala los papeles. No entiendo, pero digo que sí con la cabeza.

—Perfecto —me señala la puerta—. Creo que alguien va a venir por ti… Espera afuera, porfa.

—¿Mis tíos? —pregunto secándome las lágrimas.

Son los únicos parientes que tengo, el primo de mi papá, José Miguel, y su esposa Soledad, mejor conocidos como Pepe y Sole. Hace mucho que no los veo. De hecho, hace años que no se hablan con mi papá.

—No, creo que no… Pero no te preocupes, recuerda que toda esta tragedia algún día va a volverse un lejano recuerdo y te ayudará a madurar, para ser un adulto y todo eso. ¿Le dices de mi café a Rosi? Si puedes, me lo traes tú mismo, porfa, y un expediente con un fólder verde. Con dos de crema, hablo del café. Gracias, Moctezuma.

—Cuauhtémoc —respondo en automático—. Me llamo Cuauhtémoc.

El director ya no dice nada. En ese momento de nuevo soy una mancha adolescente con uniforme.

Le llevo el café al director y luego espero en la sala, miro el escudo escolar: Escuela Secundaria 331 Fundadores, una compañía de grupo Educorp. Educación para hoy; trabajo para mañana, paz para siempre. Sigo sin creer lo que acabo de oír. Todo es irreal, absurdo, como si estuviera en un sueño. Quiero seguir llorando pero me detengo por dos razones: no tengo más servilletas a la mano y algunos compañeros se asoman por el pasillo. No tengo idea si saben lo del asunto del metro, pero me miran con curiosidad, como si yo fuera un accidente en la calle que contemplas, protegido desde la distancia. Ahí está Maritere, que me gusta un montón y apenas ayer me le declaré, le pregunté si quería ser mi novia (dijo que lo iba a pensar durante esta semana). Las cosas no pueden empeorar.

Me equivoco.

Llegan por mí; no son mi tío Pepe y su esposa Sole, son dos policías que vienen buscando al “hijo de los payasos suicidados”, así dicen en la recepción y estoy seguro de que toda la escuela escucha eso, incluyendo a Maritere. Si alguna vez tuve buena reputación en la escuela, ha terminado para siempre. Ella ya no pensará en mí como novio, como nada.

Me suben a la patrulla. Apenas detecto el trayecto, cuando me doy cuenta estamos en la delegación de policía. Está en uno de esos edificios llamados BaVe o Barrio Vertical. “Conjunto Hidalgo VI” dice en la puerta. Son sesenta pisos, donde caben un centro comercial, una zona de departamentos, cines, un parque cubierto, un club deportivo, un supermercado, un hotel, oficinas. No es especialmente lujoso ni bonito pero se ve limpio; siempre he querido vivir en un edificio así, pero por el trabajo de mis padres y sus bajas prestaciones es imposible. Sólo tenemos (¿o teníamos? Ya no sé cómo decirlo) derecho a una vivienda en una unidad habitacional de las viejitas, de antes de La Secesión.

Llego al piso 51, donde está la delegación de policía. En la puerta dice: Policía Fénix. Honradez y eficacia garantizada, una filial de grupo Jusnova. Huele mal. Debe de ser por la cantidad de personas en este espacio tan reducido. De un lado, algunos vecinos tramitan permisos para viajar a otros distritos, otros están pagando las cuotas de seguridad, y hay una sección donde están los recién detenidos: veo a un par de señores y a una mujer que por la manera en que se balancean deben de estar borrachos. Es un delito, seguro rompieron la ley llamada “del cuarto”: ningún adulto puede tomar más de un cuarto de alcohol por semana, el resto de las drogas están totalmente prohibidas.

Me toca ver un zafarrancho justo en ese momento. Un anciano que estaba protestando en la vía pública, fuera de las zonas autorizadas. Lo sé porque todavía carga una pancarta rota que dice: ¡Democracia ya! A pesar de la edad el señor parece grande y macizo, tiene mucho cabello blanco, erizado como púas; un funcionario le exige que suelte la botella de pintura con la que cometió una falta más: una pinta en la pared.

La escena no es tan rara. Siempre hay ancianos en las calles quejándose de algo, de pensiones o de algo que llaman “derechos civiles”, pero casi nadie les hace caso. Los gritos y amenazas se ponen más violentos. Este viejo es muy necio y fuerte, intenta defenderse, se acerca al funcionario y cuando un policía lo sujeta de las manos, lo muerde. Me quedo pasmado. No puedes tocar a un oficial, ¡menos morderlo!, es un delito, cualquiera lo sabe, así que el policía que me trajo, que está cerca, saca una macana de descargas eléctricas, se acerca al anciano y lo tira al suelo, el viejo se retuerce en el piso y salen volando sus dientes postizos, que llegan cubiertos de babas hasta mis pies. Entre espasmos y mala pronunciación grita: “¡Exijo respeto a mis derechos humanos! ¡Fascistas! ¡Son unos fascistas!”. No sé qué signifique nada de eso. Se lo llevan a rastras. Me prometo que nunca seré como esos ancianos a los que nadie entiende.

—Ya sabes…, viejos, pero ya se morirán —dice el policía que me trasladó.

Guarda en el cinturón la macana de descargas eléctricas y me acompaña hasta un pequeño cuarto, tiene una mesita, unas cámaras de video en el techo.

—Espera aquí, no te muevas —advierte.

En ese momento me doy cuenta de que dejé mi mochila en la escuela, con todas mis cosas, ni siquiera tengo dinero. ¿Me dejarán volver por la mochila? Me quedo un rato ahí, todavía estoy pasmado, sin entender nada. Escucho que afuera las cosas vuelven a la calma y en la pared que está frente a mí se encuentra la foto de Ángeles Díaz-Wilson. Su imagen está en todas partes, es normal, se trata de la directora general del corporativo México Nuevo. Creo que antes a los que dirigían les decían presidentes. La directora es una señora mayor, de ojos apacibles, vestida de blanco y rojo, con algunas canas en las sienes. Sonríe y dan ganas de abrazarla. Una vez Maritere me dijo que la directora general realmente no existe, es como una marca, como el muchacho moreno y musculoso que aparece en el empaque de comida enlatada Foodtech. De todos modos tengo ganas de que alguien me abrace. Debajo de ella está la frase que siempre acompaña su imagen: México Nuevo, México Unido. Ante criminalidad y corrupción: tolerancia cero.

Recuerdo por qué estoy ahí y otra vez me dan ganas de llorar. El día se está volviendo una pesadilla de la que no puedo despertar. Después de unos minutos entran un hombre y una mujer, visten de manera muy formal, como oficinistas, de gris, en la mano traen café en unos vasitos de cartón.

—¿Cuauhtémoc Rojo? —dice el hombre al leer un expediente—. Te vamos a hacer unas preguntas. ¿Está bien?

No alcanzo a responder. La mujer me lanza una ráfaga de preguntas, entre las que consigo escuchar: “¿Hace cuánto que tus padres trabajaban como promotores infantiles educativos? (Al menos no dice payasitos.) ¿Dónde se conocieron? ¿Estaban satisfechos con su trabajo? ¿Los oíste quejarse o actuar de manera extraña en los últimos días? ¿Tenían alguna afición? ¿Presentaban enfermedades manifiestas u ocultas? ¿Sabes si alguna vez intentaron salir del distrito o del país? ¿Tenían deudas? ¿Qué tan grande es tu familia? ¿Tienes parientes del otro lado? ¿Tus padres fueron alguna vez para allá?”.

Le respondo con lo que sé. Mis papás llevaban cuatro años con su trabajo de promotores educativos, antes de eso eran profesores, hasta que un padre de familia puso una queja; según él, mi mamá estaba enseñando a su hija cosas que estaban fuera del programa de estudios. Se hizo una investigación y vieron que era cierto y que mi papá había cometido el mismo error. El asunto no era tan grave, hablaron de algo que pasó hace muchísimos años, un asunto llamado Porfiriato y los peones de Hacienda y el Valle Nacional, pero los maestros no pueden decir datos que no vienen en el programa y los removieron de su puesto. Educorp les hizo un juicio laboral pero en lugar de echarlos fuera les dio una oportunidad y sólo los bajó de rango, como Chispas y Chapitas, animadores infantiles, payasos en las escuelas para campañas de limpieza de los dientes, higiene, matemáticas y así. Les daban un guion que tenían que aprender de memoria, no podían salirse de él ni improvisar porque trabajaban con una pista de sonido ya grabada y ellos tenían que sincronizar los labios. Aunque no se les veía muy felices, nunca los escuché quejarse. No hablaban de sus problemas frente a mí. La única afición que les conocí fue que les gustaba leer libros de los de antes, de papel, pero siempre lo vi normal porque fueron profesores. A veces salían de casa un día o dos al mes, me decían que era por cosas de trabajo, a cursos o así. Como familia no visitamos otro distrito, era muy caro hacer eso. Nunca supe si estaban deprimidos, tampoco me contaron dónde se conocieron o si estaban enfermos de algo.

En ese momento me doy cuenta de que sé muy poco de mis padres. Mi familia son básicamente ellos y mi tío Pepe y su esposa Sole. Supongo que tengo parientes en el otro lado, todo el mundo los tiene, pero nunca me hablaron de ellos.

—Es todo lo que sé —termino exhausto, a punto de ponerme a llorar—. Lo juro, nunca le mentiría a la policía.

—No somos policías —aclara el hombre de traje—. Somos abogados de este caso.

—Pero está bien que no mientas —agrega la abogada—. Mentir es malo.

Sé que la pregunta a estas alturas es absurda, pero la hago:

—¿Entonces sí están muertos?

—Tan muertos como el Viejo México —afirma el abogado.

Miro de nuevo la imagen de la directora general del corporativo México Nuevo, Ángeles Díaz-Wilson, con su gran sonrisa corporativa.

—Me siento mal —sollozo—. Quiero irme a mi casa. ¿Puedo?

El hombre y la mujer cruzan una mirada, como si hubiera dicho algo absurdo.

—No, no puedes, lo siento —revela el hombre—. El departamento en el que vivías con tus padres está confiscado.

—Y todo lo que está ahí es parte de la evidencia —explica la abogada—. Muebles, documentos, ropa y, desde luego, los libros. Cuando termine la investigación todo lo de valor será puesto en remate para cubrir los gastos, incluyendo la propiedad.

Confiscado, evidencia, investigación. Escucho, pero cada vez entiendo menos qué sucede. Los abogados deben de ver mi cara congestionada por la confusión, se compadecen.

—Cuauhtémoc, creo que nadie te ha dicho algo y es importante —suspira la mujer—. A tus padres se les considera criminales.

—Están acusados de varios delitos por lo que hicieron hoy —el abogado señala una carpeta llena de documentos.

Casi salto de la silla.

—¿Cómo que criminales? ¡Se cayeron a las vías del metro! —retomo la explicación del director, me apego a ella—. Todos saben que hay accidentes en el transporte. Hubo ese accidente en Gran Tribunal… Mis papás son víctimas. ¡Tendrían que estar investigando eso!

—No fue un accidente —replica el abogado—. Ya revisamos los videos, tus padres se arrojaron de manera voluntaria.

Siento un frío en la base de la espalda.

—Fue un suicidio en toda la regla —confirma ella—. Y no sé si sepas, pero en el sistema penal de México Nuevo, el suicidio se considera un delito si tiene agravantes. Y en el caso de tus padres hay muchos. Para empezar, tenían un contrato con Educorp, todavía les quedaban nueve años. Su muerte voluntaria se considera, por principio, incumplimiento laboral. Si iban a faltar a ese trabajo debieron hacer la diligencia correspondiente y dar un justificante o pagar la multa por renuncia anticipada.

—Pero los suicidas no piensan en contratos —defiendo a mis padres, como si tuvieran todo el derecho a arrojarse al metro—. No puedes avisar a un jefe si te quieres suicidar.

—Tendrías que hacerlo —señala enfático el abogado—. Además, hay algo más grave, con su violenta muerte ensuciaron la marca de la Parejita Alegre. Hay otros Chispas y Chapitas que trabajan en las zonas escolares y peligra su empleo. Si la gente asocia a estos payasitos con el accidente, hablamos de daño de marca corporativa. Debieron pensar antes en eso. Incluso debieron quitarse el disfraz antes de hacer lo que hicieron.

Me quedo con la boca abierta. No sabía nada de eso.

—Aunque tengamos problemas emocionales y mentales, todos debemos obedecer las reglas sin excepción y hay que respetarlas —asegura la abogada y se ablanda un poco al ver mi expresión—. Pero debes concentrarte en la parte buena de todo esto.

—¿Que no quedaron inválidos y no debo mantenerlos? —pregunto en voz baja.

—Bueno, sí, eso sí fue bueno —reconoce la abogada—. Pero me refiero a algo que tiene que ver con sus muertes. Eres menor de edad y eso es una gran noticia.

—Por ley, si fueras mayor tendrías que hacerte cargo de las deudas de tus padres —el abogado revisa unos documentos—. Y sabemos que tenían un préstamo importante.

—Era un fondo de ahorro para mi educación —explico—. Como el trabajo sólo paga la mitad de mi colegiatura, pidieron un préstamo para hacer un fondo para que en el futuro estudiara una carrera.

—Bueno, yo que tú no me haría mucha ilusión —apunta el abogado—. Ese fondo va a desaparecer para pagar las indemnizaciones.

Abro tanto la boca que me arriesgo a que se me rompa la mandíbula.

—Es que todavía no te hemos dicho lo peor de esto —asegura la abogada.

Trago saliva. No puedo creer que haya algo todavía peor en este horripilante asunto.

—Tus padres están acusados de terrorismo ciudadano —revela la mujer y por alguna razón pienso en los ancianos que vi afuera—. Además del caos que provocaron, al cometer el suicidio descarrilaron un tren del metro. Cinco vagones son pérdida total, se considera daño directo al departamento de la ciudad de Mexbla y a la empresa transportista Butanosa. ¿Te imaginas lo que va a costar reparar todo eso?

—¿Mucho? —me atrevo a preguntar.

—¡Muchísimo! —el abogado parece un poco indignado, como si fuera el dueño de los vagones despanzurrados—. Pero falta lo peor.

—¿No me habían dicho ya lo peor? —exclamo.

—Por desgracia falta lo más grave —inhala la abogada—. Murieron otras dos personas en el descarrilamiento, así que estamos hablando de asesinato en segundo grado. Hay que indemnizar a las familias de las víctimas.

Me quedo sin aliento. La palabra “asesinato” resuena en mi cabeza.

—Tus padres tenían un seguro de vida —anota el abogado—. Pero se anuló porque cometieron suicidio. Se deben rematar sus bienes y ahorros para pagar las deudas que tienen con Educorp, con la ciudad de Mexbla, con los transportes Butanosa y con los familiares de los muertos.

—Ahí se va tu fondo para la educación, el departamento y todo lo que hay en él —resume la abogada, para que me quede claro.

En ese momento me doy cuenta de que no son mis abogados: deben de trabajar para Butanosa o para el gobierno de Mexbla. Y les he respondido todo lo que me preguntaron.

—Pero recuerda que eres menor de edad —ella vuelve a dulcificarse—. Así que no te toca pagar la deuda. ¿Entiendes por qué decimos que tienes suerte?

Lo repiten tantas veces que comienzo a pensar que hoy es mi día con mejor suerte en la vida.

—Y entonces… ¿qué va a pasar conmigo? —digo con voz de huérfano.

Era la pregunta que debía haber formulado desde el principio, pero me dio miedo hacerla.

Los abogados se miran, un poco incómodos. Él explica:

—Bueno, Cuauhtémoc, eso no lo determinamos nosotros. Es un proceso largo; por ahora estás en custodia temporal por el departamento de policía, pero no te preocupes, no se te considera responsable ni cómplice, sólo eres parte de las pruebas.

Eso dice, pruebas, como si yo mismo fuera un arma, un documento, un zapatote de payaso.

—¿Y el primo de mi papá? ¿Pepe y su esposa Sole? —pregunto, cada vez más asustado—. ¿Saben lo que pasó?

—Ya rindieron declaración en una oficina de policía de su distrito —la abogada revisa una copia del expediente—. Probaron que tenían poca relación con tus padres y llevaban años sin verse. Se asustaron con lo de las demandas, es normal, también podrían ir contra ellos; pero ya metieron un amparo y probaron que no tienen nada que ver con los suicidios de tus padres. Llevaban años sin hablar con ellos. Eso les sirvió.

—Pero… finalmente son mis tíos, ¿no van a venir por mí? —pregunto suplicante—. ¡Yo soy su único sobrino! Y que yo sepa no tienen hijos.

—De momento dijeron que no —explica el abogado—. Pero debes entenderlos. Representas muchos gastos, problemas legales, ni siquiera tienes un fondo de ahorro.

—¡Sí lo tenía! —comienzo a ver todo oscuro, me mareo—. No tengo más familiares… ¿Qué va a pasar conmigo? ¿Voy a terminar en la calle?

La abogada no puede evitar sonreír.

—Eso no es legal, al menos no en el México donde vivimos. Pero si tus tíos no te adoptan, lo más seguro es que te envíen a una Oficina de Menores Infractores.

Creo que de todas las malas noticias que he recibido hoy, ésa es la peor. Me paralizo de terror.

—¿A un calabozo para niños? —alcanzo a murmurar—. ¡Pero no he hecho nada malo!

He escuchado cosas horribles sobre esos sitios. En la escuela decían que a los calabozos para niños enviaban a los menores que nadie quería, a los peor portados, o que habían cometido un delito. Son sitios horrorosos, si entras es posible que mueras pronto.

—No son calabozos, es una OMI —la abogada remarca las palabras—. Oficina de Menores Infractores. Y también reciben a huérfanos como tú. Obviamente se busca dar salida a los menores para reinsertarlos en la sociedad.

—Dicen que son un infierno —empiezo a gemir—. Casi como vivir en los Territorios Perdidos, en el otro lado…

Ninguno de los dos abogados me desmiente y eso me asusta más. Se me ocurre algo desesperado.

—Si escribo una carta, ¿podrían dársela a mi tío Pepe? Por favor…, ¡no quiero terminar en una Oficina de Menores Infractores! Si tienen hijos, imagínense que por accidente terminaran ahí.

El ejemplo debió conmoverlos porque la abogada acepta recibir el mensaje. A toda prisa les escribo a mi tío Pepe y a su esposa Sole. Les explico que estoy asustado y horrorizado por lo que hicieron mis padres, no tengo idea de por qué lo hicieron, y me siento solo; les digo que tengan piedad de mí, que soy muy estudioso, muy obediente, cariñoso, que no se van a arrepentir de tenerme con ellos. Creo que la carta podría ablandar hasta una piedra. Además, todo lo que digo es verdad, excepto que soy muy cariñoso, pero estoy dispuesto a ser el mejor sobrino del México Nuevo, a dar abrazos y ser obediente.

—Por favor… —entrego la carta, temblando.

—Todo saldrá bien, tú confía —dice el abogado y guarda mi papel entre sus expedientes.

Los dos me miran con lástima, pero no dicen nada más, llevan prisa, tienen que seguir reuniendo pruebas para el caso judicial.

En eso se ha convertido mi vida, en un caso judicial.

“Malas noticias” es el primer capítulo de Mexicoland, novela distópica de Jaime Alfonso Sandoval, recién publicada por MONTENA.

***

Jaime Alfonso Sandoval es ya un referente en la literatura juvenil en México; en dos décadas de trabajo ha publicado una veintena de obras. Ganador de importantes premios nacionales y reconocimientos internacionales, ha sido miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte del FONCA y sus libros se han traducido al francés y holandés, entre otros idiomas.

Todo lo que no sabías que necesitas saber lo encuentras en Sopitas.com

Comentarios

Comenta con tu cuenta de Facebook