No hay mayor hazaña que llegar al sur de la Cuidad de México en una noche de viernes y quincena. Sin embargo llegamos a la explanada del Museo Anahuacalli (que de pronto había dejado de ser la pretenciosa casa de Diego Rivera para convertirse en el escenario de una propuesta también pretenciosa pero “super-contemporánea”) nos daba la impresión de que, pese a todo, ahí era donde debíamos estar.

Tratamos de llegar a la barra para tomar un mezcal que espantara el frío, pero eso sí fue imposible, al menos para los impacientes. La fila para comprar alcohol era más larga que la lista de bandas en las que Mike Patton ha tenido algo que ver.

Entre muchas caras conocidas y otras caras que parecían salidas de algún catálogo de una agencia de modelos (o eso aparentaban), esperamos hasta las 9:30 pm, cuando finalmente; luego de una intervención al micrófono de Claudia Curiel, directora del proyecto, solicitando calma y agradeciendo el apoyo a “un festival independiente”; comenzó el concierto.

El escenario se visitó con Trevor Dunn en el bajo, Joey Baron en la batería, Mike Patton en la voz y John Medeski en el órgano. Gran silencio, y luego comenzó.

Pocas veces sucede que algo que esperas mucho, que ya sabes bien cómo será, te siga sorprendiendo. La potencia vocal de Patton cortó el aire en varias ocasiones, con algunos entonados gritos, que se continuaron con otros gritos del público entre los que se encontraban más personas dispuestas a presenciar una hazaña, que a disfrutar de un buen concierto. Aunque suene pesado, nunca dejaré de quejarme de aquellos que aprovechan un silencio en la partitura para hacer notar que pertenecen de corazón a una fanbase inquebrantable.

Digo esto porque creo que justamente Templars: In Sacred Blood, se compone –y se disfruta- gracias esos huecos: contrastes entre el grito oxidado y perfecto de Patton y la armonía de Medeski. Zorn conoce y moldea esos espacios contrarios entre el susurro y el grito; entre un platillo que suelta sus armónicos milimétricamente en las manos de Baron y el ritmo que Dunn jamás deja de inyectarle a Moonchild.

La maestría se reconoce en la estructura clarísima de cada pieza, que parecería partir de un tema rítmico que se va modificando perpetuamente en las manos y voz de los intérpretes, hasta llegar a la improvisación. La capacidad admosférica del órgano de Medeski, que pareciera asir la ruptura de los otros tres instrumentos; se alterna con ciertos pasajes en los que el control parece ser lo último deseado. De igual forma, los diálogos que Patton enuncia en el inicio de algunas piezas, se reconfiguran en un grito o en la textura de los sonidos guturales (que hemos de decir debieran llevar su patente).

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45 minutos más tarde, vimos la nuca de estos cuatro grandes desaparecer entre las sombras de la casa de Diego, para regresar luego de un largo rato a tocar un expresivo pero breve encore, ahora sí dirigidos por Zorn en el escenario, pese a las apuestas de los más conocedores.

La duración de un concierto no debe ser inversamente proporcional a su intensidad o su maestría. Pese a que me hubiera encantado ver dos shows de Moonchild seguidos, lo cierto es que Templars: In Sacred Blood es una propuesta conceptualmente narrativa, y me parecería difícil que de la nada, ante la ovación del público, de pronto improvisaran nuevos pasajes litúrgicos. Supongo que debemos aprender la diferencia entre ver a una banda que puede revivir sus greatest hits y el trabajo de John Zorn, un compositor contemporáneo, y su cuarteto de intérpretes.

En todo caso, esta sed que le da a uno cuando lee la palabra Festival en un cartel, debiera ser reclamada a los organizadores, que ya encontrarán el año siguiente un reto difícil de cumplir en las expectativas de quienes sí disfrutamos del concierto ofrecido por Zorn y su ahora cuarteto, Moonchild.

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Reseña: Tania Carrera
Fotos: Toni François / tono.tv 

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