Por Fernando Bustos Gorozpe

Banksy es el artista urbano con mayor renombre a pesar de su identidad anónima. Sus pintas en la calle han generado un debate ontológico sobre la obra de arte que parece hoy en día anclada a museos. Su obra se opone a las nociones predominantes sobre lo musealizable. Al rayar en paredes, su obra adquiere un carácter político desanclado de lo ritual. Todos pueden ver sus consignas que se encuentran en el espacio público. Su obra es para las masas.

Parecería poca cosa lo que Banksy y muchos otros artistas callejeros han logrado, pero no lo es. Su aparición en la escena es notable, pues nos habla de un cambio de paradigma respecto al arte y, en particular, con la pintura. Al ser su lienzo una pared y sus instrumentos esténciles y latas de spray, su arte está anclado a la calle y a lo efímero. Su exponibilidad condena a este arte a desaparecer pronto, ya sea por políticas de las ciudades, por molestia de los dueños de las paredes o porque las pintas son intervenidas por más gente que raya alrededor. El arte urbano, huelga decirlo, es un arte de las calles emancipado del capital, que al someterse a esta lógica renuncia a cualquier permanencia voluntaria en el tiempo y se somete a dinámicas que lo ponen en riesgo de desaparecer con tal de ser visible. Hay un aquí y ahora que en ocasiones sólo es rescatado a través de fotografías, ya que para el artista que pinta clandestinamente es más importante la visibilidad (aunque sea momentánea) que la mera existencia permanente de la imagen.  Recordando a Walter Benjamin en “La obra de arte en la época de su reproducción técnica”: “A medida que las distintas prácticas artísticas se emancipan del ritual, su potencial visibilidad  o exponibilidad aumenta.

Parte del problema surge de la popularidad que ha cobrado la obra de Banksy. A pesar de no hallar un rostro, su nombre se ha vuelto casi una marca para el mundo. El mercado ha intentado apropiarse de sus diseños, comercializar sus pintas, musealizar su trabajo. Su obra está enmarcada en una retórica de la simplicidad (esto de forma positiva), es un artista con una capacidad de síntesis proverbial que ha llevado las pintas callejeras a otro nivel, a otra discusión y que ha transformado, también, el mercado del arte. A pesar de que sus pintas son gratuitas, hay quienes están dispuestos a pagar grandes sumas por éstas. Aquí parte de la complejidad.

La artista y filósofa Hito Steyerl, en su libro Los condenados de la pantalla nos habla sobre la imagen pobre, la imagen que según ella escapa del capital al no estar atada a la alta definición. Para Steyerl, la imagen pobre se presenta en formatos “RAG o RIP, AVI o JPEG” y su condición de baja resolución es lo que le permite ser intervenida y compartida con mayor facilidad. Para la filósofa, la imagen pobre es una imagen digital. Haciendo una adhesión a su propuesta, me parece que hay imágenes pobres también fuera del mundo digital, y una de ésas es quizá la que se representa en el arte urbano (aun cuando hoy en día hay marcas que paguen a artistas por colaboraciones), en el sentido de que es un arte que intenta escapar del mercado (de la bolsa) al estar atado a la calle a razón de sus medios que posibilitan su existencia. El grafiti, las pintas, al igual que las imágenes pobres a las que Steyerl refiere pueden ser intervenidas, modificadas, editadas y reapropiadas, quedando el autor a un lado. No obstante, hay quienes han intentado apropiarse de las obras de Banksy y ponerles precio.

Saving Banksy (Colin Day, 2017) es un documental que, de forma directa, pasa el trabajo de este artista por diferentes interrogantes y problemáticas: ¿Debería de estar la obra de Banksy en un museo? ¿Por qué y cómo se puede vender su obra si se encuentra en la calle y no en galeras? El interés de realizarlo surge a raíz de la visita del artista a San Francisco en 2010, en la que intervino diferentes puntos de la ciudad; sin embargo, las políticas del gobierno obligaban entonces a los propietarios de los inmuebles a reparar las pintas de cualquier tipo que sus propiedades tuvieran con tal de dar un buen aspecto. Así, muchas de las intervenciones de Banksy fueron eliminadas sin importar el valor artístico intrínseco, ante lo cual el coleccionista de arte Brian Greif intentó hallar vías para salvar alguna de estas piezas.

Su solución, después de incontables reuniones con diferentes personajes, fue desmontar la pinta de una rata que se encontraba en un edificio victoriano para luego, sin fines de lucro, donarla a algún museo que quisiera acoger la obra. Greif se encargó de que un equipo cortara las tablas sobre las que se encontraba el grafiti, lo desmontó y luego lo guardó en espera de donarlo y musealizarlo con tal de que esta obra no se pierda en el tiempo. Lo más extraño no es que Greif haya desmontado esta rata, lo verdaderamente escandaloso es que esto ya ha sucedido en otros contextos con la obra de Banksy. Stephan Keszler, un vendedor de arte de Nueva York, lleva años lucrando con esto. Su labor consiste en ir a sitios y pagar fuertes sumas de dinero con tal de desmontar paredes (o el lugar que sea necesario, como el muro de Gaza) para luego venderlas en el mercado a precios ridículamente altos sin la autorización del artista y, mucho menos, sin que reciba una parte de la venta. Claro, Banksy y muchos otros están en contra de estas prácticas, pero son llevadas a cabo en contra de la voluntad de los creadores. pues al estar “libres” en la calle, en espacios que uno no creería que son posibles de comercializar, el capital ha encontrado las formas de apropiárselo.

¿Debería estar la obra de Banksy en un museo o en una casa como pieza de colección? Las posturas son variadas. Aunque parezca obvia la respuesta, quizá sí en el museo como dato histórico, pero nunca en una casa como pieza de colección particular, lo que se abre con esta discusión es algo necesario de dialogar, pues mientras un cuadro parece estar sujeto a la visibilidad individual (a pesar de que el museo intente masificarla), la obra de arte urbana es una para la colectividad: no hay anclaje con la imagen como culto ni ritual. Las paredes son espacio de protesta, de pensamiento, de crítica al alcance de las masas. Espacio que crea nuevas visibilidades.

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Fernando Bustos Gorozpe es filósofo y profesor de la Universidad Anáhuac Norte. Estudia el Doctorado en Filosofía de la UIA y escribe en la revista Nexos.

Twitter: @ferbustos

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