Por Uriel Salmerón

Una y catorce, pasado meridiano. Martes, diecinueve de septiembre. Otra vez, treinta y dos años después. Magnitud, siete punto uno. Treinta y ocho estructuras colapsadas. Más de ocho mil edificaciones dañadas. Doscientas veintiocho víctimas mortales. Miles y miles de personas sin hogar. Cifras, cifras, cifras. Números memorizados en la piel. Historias que se miran desde lejitos y se cuentan a través de estadística. Hay, sin embargo, otros aspectos de la tragedia que no se pueden cuantificar. La pérdida de un ser querido. El resquebrajamiento de la casa de toda una vida. El corazón que se acelera tras escuchar cualquier alarma; la del despertador, la de un auto. El miedo que se irriga por las venas cuando pasa un camión por la calle y percibimos vibraciones de la tierra que nunca antes habíamos notado.

El frío que se agolpa sobre la carne de un damnificado mientras trata de dormir en un albergue con un cielo cubierto por lona.

Los números no hablan, son fríos. Nos ubican en una realidad, pero no nos la muestran de rostro completo. El dolor de miles no cabe en un conteo, en una tabla de Excel, en un tuit ni en esta aproximación. Las carencias, el abandono y el miedo tampoco. Qué significa ser damnificado. Qué significa quedarse sin casa, sin ropa, sin privacidad, sin paz mental, sin trabajo, sin pertenencias, sin nada, en tan sólo unos segundos. A un mes, a una semana, a treinta y ocho días del sismo que sacudió la Ciudad de México, éste es el relato de alguien que está varado —como tantos otros— en la incertidumbre. Éste es el relato de alguien a quien se le paró el tiempo y todo lo demás.

Un mes y lo que falta

Óscar es más ojeras que hombre. Está ansioso. Debajo de sus pies están las colillas de seis o siete cigarros. Y al rato otra más. Por su casa, dice, pareciera que pasó un huracán. Todos los vidrios se rompieron y el piso de la entrada de su edificio tiene una protuberancia. Toda su vida la hizo en ese departamento del último piso del 3A. Tenía 10 años cuando el sismo del 85 sacudió la capital. Entonces no dimensionó la destrucción. Veía en las noticias: “¡ay, se cayó tal edificio!”, pero salía y jugaba con sus cuates y no se preocupaba porque todo lo veía justo como estaba antes del temblor. Ahora no puede dormir. Vive en un albergue improvisado en las canchas de la unidad habitacional, con otras cincuentaitantas personas, con el miedo y la inseguridad carcomiéndole el quicio.

Está desesperado, impaciente. Y tiene razones de sobra para estarlo. No sabe si va a poder regresar al departamento que su mamá le legó unos días antes de morir. Las autoridades no le han entregado ningún dictamen sobre el estado de su edificio. Se lo prometieron para finales de diciembre. Cree que va a tener que pasar la navidad en esas canchas que se inundan cuando llueve, que se vuelven un jardín de sopor cuando el sol traspasa las lonas y que son visitadas por roedores. Óscar también perdió su trabajo. Le dijeron: “¿o melón o sandía? ¿o te quedas en el trabajo o ves lo de tu casa?”. Perdió una de sus fuentes de ingresos. En este tiempo tampoco ha visto a su hija, quien está a punto de cumplir un año. La mamá de su niña entró en pánico después del temblor y decidieron que lo mejor era que las dos se fueran a vivir a Querétaro.

Dice que se siente mal, pero mal en serio. No supera el impacto de ver un edificio caído, de saber que gente que conocía y veía a menudo murió. “O sea, ver a los hijos de S. (dos pequeños que fallecieron en el multifamiliar). Ver cuando los sacaban. Estar con él cuando les dan los cuerpos. Es algo que no me deja en paz. Yo no puedo dormir por imaginar la desesperación del niño y la niña al sentir que se les está cayendo todo. Imaginarme que los sacaron abrazados”, se lamenta Óscar. Quinientas familias vivían en la unidad. En su mayoría, dicen los vecinos, personas de la tercera edad. Nueve personas fallecieron el 19 de septiembre. Dieciocho más fueron rescatadas de entre los escombros. Números, números, números. Historias.

La vida dentro el albergue

Desde afuera del multifamiliar se aprecian arreglos florales, veladoras acabadas y memoriales erigidos en honor a las víctimas del sismo. Desde la Calzada de Tlalpan ninguna mirada es indiferente o esquiva. Los automovilistas paran un poco sus trajines para contemplar la emblemática unidad del sur de la ciudad. Los pasajeros de los camiones que van hacia Izazaga pausan su enfado por el apretujamiento, interrumpen sus charlas y como que rinden sus homenajes con la sola mirada. Una señora se para frente a los tablones de madera, decorados con manos rojas, negras y blancas, y se persigna. Un ciclista sube a la banqueta y se echa a andar, en contrasentido, con el brazo hacia arriba.

Adentro del albergue la vida continúa. Ahí tienen comida, servicio médico las veinticuatro horas, les permiten ir a un gimnasio cercano a bañarse y los sábados pueden —tras dos horas de fila— lavar la ropa que pudieron rescatar de sus hogares. “Se te van los días, eternos, aquí, lo único que quieres es dormir, despertar y decir: ‘ya estoy aquí en mi casa‘”. Los chavitos corren entre las casas de campaña como si esas canchas todavía fungieran como tal. Todavía no regresan a la escuela. Las prioridades ahora son otras. Colorean cuadernillos y juegan con dragones de plástico donados. Óscar, por otra parte, se siente vulnerable. El albergue le parece insalubre. Y ésa, quizá, es la menor de sus preocupaciones.

No ha podido dormir en el rato que lleva acá. Trata de descansar dos o tres horas. Aprovecha las tardes, cuando hay mayor movimiento y vigilancia en la zona, para medio pegar el ojo, ésos que están recubiertos por ojeras cenizas. El cansancio lo vence entre las cuatro y la cinco de la mañana; tiene “un pánico muy cabrón”. En las madrugadas, relata, pasan los tráileres y se mueve todo, se cimbra.

Durante semanas, Óscar no tenía una casa de campaña donde pudiera dormir. Se quedaba con uno, con otro y con otro vecino hasta que lo alivianaron. Le dieron un colchón y una casa. Dice que ese ahorita es su hogar. Con las lluvias recientes, se le metió todo el agua a su vivienda dentro del albergue. “Te tienes que dormir con cobijas mojadas, con piso mojado. La neta está muy cabrón este pedo”, se sincera. Como si vivir en la intemperie y no saber si perdió el patrimonio de toda una vida no fueran preocupaciones suficientes, otros peligros lo atemorizan. Tiene miedo de que alguien entre al refugio y prenda las lonas en fuego. Nadie se salvaría, dice. “Quieras o no, aquí tienes que ponerte buzo porque la gente te chinga. Tú no sabes qué te va a pasar. Si vas a despertar. Si va a haber un corto circuito. Está muy cañón”.

La unidad habitacional de Tlalpan tiene una superficie cercana a los 27 mil 700 m². Su área es resguardada por unos diez policías que se reparten entre todo el complejo. Datos, datos, datos. Miedo. El otro día, dice Óscar, se les metió al refugio un sujeto que nadie conocía y que se quedó viendo hacia las casas de campaña. Quizá por eso lo persigue esa fantasía que involucra fuego y un encabezado en la prensa roja que dice “Mueren calcinados 50 damnificados”. Otra noche, sobre la calzada, llegaron unos cuates en un taxi y con pistolas. Aunque los sanitarios portátiles se encuentran a un costado de su albergue, a escasos diez metros, a él le da pavor acercárseles por las noches. “Me da miedo ir al baño, si veo a alguien le digo: ‘oye, wey, no seas mal pedo, acompáñame'”. Todo el mundo se encierra en sus casas de campaña por la noche.

Tú no sabes qué pinche loco venga y nos incendie una casa. O que se metan y violen a una chica o a un niño. Porque hay muchos niños. O que se quieran llevar a un niño“, se altera. Tú no sabes lo que traiga alguien en la cabeza“, enfatiza.

A mí nunca me va a pasar esto

“Lo veías en la tele y pensabas ‘a mí nunca me va a pasar esto, pobre gente, ¡uy, cómo sufre!’, pero cuando ya estás aquí… verga”. Las autoridades le dijeron a la Asamblea de Vecinos del multifamiliar que los dictámenes sobre los estados de sus edificios serían entregados hasta el 22 de diciembre. Este peritaje sólo les indicaría si sus departamentos se pueden volver a habitar o si los edificios tendrían que ser demolidos. Ayer, 27 de octubre, José Ramón Amieva, secretario de Desarrollo Social de la Ciudad de México, informó que el lunes se entregarán dictámenes de tres edificios, los cuales podrían ser ocupados en un mes. Otros cinco podrían ser habitables en “tres o cuatro meses”, de acuerdo con el funcionario. Los dos restantes se rehabilitarían “en un término no mayor a un año”.

En varios de sus comunicados de prensa, los vecinos de la unidad han rechazado la ruta de la adquisición de créditos para la reconstrucción de sus viviendas: “No es posible que antes del sismo del 19 de septiembre tuviéramos un techo dónde dormir para después tener una deuda que pagar. Consideramos que esto es injusto para nuestros vecinos que perdieron a sus familiares”. Los habitantes del Multifamiliar Tlalpan no quieren el apoyo de 3 mil pesos mensuales —con límite de tres meses— que ofreció el gobierno capitalino ni tampoco embaucarse con un crédito de reconstrucción por el cual pagarían cerca de 15 mil pesos mensuales. Quieren saber qué se está haciendo con las donaciones y los recursos que se tendrían que dedicar a levantar la ciudad.

“Yo lo que quiero es una solución ya. Que me digan: ‘sabes qué, no se puede habitar’, órale, wey, va. O: ‘sabes qué, sí se puede habitar’, chido, wey. Yo quiero, eso. No necesito sardinas. Yo necesito soluciones“, dice Óscar, quien probablemente pasó una noche más sin dormir.

Cifras, números, datos. La historia de uno de los miles de damnificados.

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Uriel Salmerón es periodista egresado de la EPCSG. Ha sido colaborador de la Red de Periodistas de a Pie y publicado en diversos medios como MáspormásSinsaborEl barrio antiguoCosecha Roja y Yaconic.

Twitter: @urisalmeron

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