Una iglesia pequeñita, como de juguete, en medio de un barrio que no pierde su toque de irrealidad. Ésta es la historia de uno de los templos eclesiásticos más peculiares de la Ciudad de México, el cual sigue en pie varios siglos después de su construcción. Visitarlo sigue siendo toda una experiencia.

Este Vagando con Sopitas.com tendrá que contarse en tres épocas diferentes…

Siglo XVI. Las siete ermitas de Hernán Cortés

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Cuando el conquistador español Hernán Cortés llegó a Tenochtitlán, mandó a construir siete ermitas en diversos puntos del Valle de México. Actualmente sólo una de ellas se mantiene en pie: la capillita de Manzanares.

Este templo se ubica en el corazón de lo que hoy es el barrio de la Merced, que durante el siglo XVI era un área completamente indígena, establecida en una de las salientes del lago de Texcoco. Detrás de la ermita pasaba uno de los dos brazos de la Acequia Principal, que venía desde Xochimilco a desembocar en el lago. Hacia el siglo XVIII, esta corriente de agua fue cortada por las autoridades, a pesar de la oposición de los lugareños. Fue también por ese tiempo cuando esta capilla fue remodelada, adquiriendo el estilo arquitectónico que ostenta actualmente.

Por años, esta iglesia recibió a los indígenas de los barrios circundantes. Al promulgarse las Leyes de Reforma estuvo en peligro de ser destruida, aunque gracias al arduo cuidado de los vecinos pudo mantenerse en pie.

Hoy en día, este recinto es conocido como La Capilla del Señor de la Humildad, aunque popularmente es llamada “La Capillita de Manzanares” y “de los ladrones”. Hay quienes dicen que esta iglesia es la más pequeña del mundo, pues su construcción sui generis posee todos los elementos de un templo grande: dos torres, coro alto, coro bajo y una cúpula.

Agosto del 2006. La Capillita y el callejón de Manzanares

Fue una profesora de la Universidad la que me habló por primera vez de este sitio: “Es el lugar más surrealista e impactante en el que he estado”. Este comentario que me bastó para caer preso de la curiosidad.

Dar con ella fue relativamente fácil. Apenas salí de la estación del metro La Merced, me interné dentro de una selva de puestos ambulantes de comida, fayuca, tenis, brujería, y discos piratas. Hipnotizado por las voces, los aromas y la tristeza de un barrio que parece trazado por el diablo, seguí caminando sin mucha idea de mi paradero. Algo tienen estas colonias del centro de la Ciudad de México que entristecen el corazón. Así llegué al Anillo de Circunvalación.

– No sé si sea la Iglesia más pequeña del mundo, pero ahí una capillita, la del Señor de la Humildad a dos calles de aquí, en la calle de Manzanares. Me comentó un vendedor de pepitas.

Efectivamente. En aquella esquina, justo en el número 32, se divisa una pequeña capilla de un color blanco limpio e intenso (ahora está pintada color mostaza). Lentamente rodeé la estructura exterior del inmueble rectangular y me topé con una fachada de estilo churrigueresco, que tiene dos elegantes torres estípites, un par de ángeles custodiando una cruz sobre la inscripción en latín In hoc signo vinces (con esta señal vencerás), una pequeña puerta y preciosos adornos excelsamente labrados en cantera.

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Si exteriormente la capillita (el diminutivo se aplica en sentido literal) es una belleza, su interior lo es aún más: hay un minúsculo retablo dorado estilo barroco, un guardapolvo de azulejos azules y esculturas de la Virgen María, San José y Jesús. Por lo pequeño de sus dimensiones, en el interior caben aproximadamente veinte personas.

No obstante el rumbo en el que está erigida, el inmueble siempre está impecable. Lleno de flores, con la pintura y los accesorios del lugar bien cuidados. Antes eran los vecinos quienes barrían y cuidaban el lugar, hasta hace poco que llegaron unas monjas carmelitas y ahora se encargan de ella.

Se dice que un día a la semana, los ladrones acuden a orar y se abstienen de robar por veinticuatro horas para no ser desamparados por su patrono.

“Aquí vienen a orar los ladrones, asesinos y ‘gallas’ (prostitutas) del barrio. A rezar, pedir perdón e implorar no ser atrapados por la policía”, agregó la propietaria de una tienda del barrio en donde hice una escala para tomarme un refresco.

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Al preguntarle sobre si ésta era la Iglesia más pequeña del mundo, mi interlocutora contestó que lo ignoraba, pero que al menos sí es la más pequeña de la ciudad. Según la tendera, las ‘gallas’ (nombre que en este barrio ‘bravo’ se le da a las prostitutas y que data del siglo XVI) comienzan a llegar a partir de las dos de la tarde, se persignan, oran y la mayoría se van a trabajar al callejón.

– ¿Cuál callejón?
– El de Manzanares, ¿no lo conoce?
– He oído hablar de él ¿dónde está? (en realidad mi profesora también me había hablado de él).
– Allá, (señala al frente) a unos veinte pasos de ahí; pero ‘agüas’ güero, es peligroso.

Pagué mi bebida, le di las gracias a la tendera y le di un último vistazo al interior de la capillita. En la entrada me topé con una joven ataviada con un seductor traje rojo saliendo del templo. Cabello negro a los hombros, piel morena, delgada. Me miró coquetamente y siguió su camino hacia el callejón.

Hasta ese momento, si bien todo lo que había visto en la calle de Manzanares, y en general en el barrio de la Merced era bastante interesante, no podría decir que aquella experiencia fuera impactante o surrealista como mi maestra de la Universidad me había dicho. Como un afán turístico entré al “Primer Callejón de Manzanares”.

Levemente Obscuro; eso es lo primero que percibí al poner un pie en el callejón. Cinco pasos después escuché música de banda y vislumbré algunos locales en las orillas del callejón y una vecindad abandonada. Casi en automático sentí que el ambiente se tornó tenso, pesado y un poco depresivo. Y ahí estaba la gente, justo en medio del callejón miré a varios hombres de pie formando un círculo, hundidos en silencio, mirando a más de una veintena de prostitutas que caminaban en forma circular mientras eran observadas por sus posibles clientes.

Me hice un lugar dentro de los observadores y me uní al ritual de contemplarlas. Algunas muy jóvenes, otras rayando los cincuenta años. Delgadas y menudas, robustas y toscas, de rasgos finos o indígenas. La variedad es sorprendente y sin querer parecer vulgar me atrevería a decir que había ‘gallas’ para todos los gustos. Vestidos, blusas escotadas, pantalones de mezclilla ajustados. Miré a mi alrededor: la misma diversidad se observa en los hombres que las miraba, y entre los que identifiqué a cargadores y trabajadores de los comercios del barrio, jóvenes curiosos con su uniforme de secundaria pública, señores que vienen ¿o apenas van? de la oficina, padres de familia, borrachos y solitarios que como yo, esa tarde no tuvieron nada mejor qué hacer, que ir en busca del amor comprado, ese que por su misma naturaleza nostálgica y comprensiva no se le niega a nadie.

Repuesto del impacto inicial comencé a reconocer el entorno. Aquel callejón techado contaba con algunas cantinas en las orillas. No había menús, sólo cerveza y más cerveza. Esas loncherías permanecían casi solitarias; dos o tres mesas ocupadas en cada uno de estos negocios que en realidad son accesorias de aspecto lúgubre. Algunos hombres preferían mirar desde ahí a las mujeres mientras toman y la rockola no deja de escupir música de rock, cumbias y boleros.

En medio de aquel círculo de observadores clavé la mirada en aquellas mujeres que caminaban una y otra vez con la mirada perdida; algunas solas, otras caminando en pareja mientras platican sobre quién sabe qué cosas, peregrinando eternamente sin llegada ni regreso. Así debía ser su vida: un callejón sin salida.

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Cuando una de estas mujeres se arreglaba con uno de “los mirones”, ambos partían al centro del callejón y entraban por una puerta negra que daba acceso a una especie de vecindad habilitada como hotel de paso. En este recinto había cuartos precariamente construidos (algunos tapados sólo con una sabana obscura) cuyo interior descuidado y sucio complicaba la idea de considerarlos lugares de placer. Una vez despachado, el cliente abandonaba la vecindad mientras la prostituta en turno reportaba en un pequeño cuarto (construido a modo de caja para cobrar) cuánto dinero ganaba y el número de ‘trabajos’ que llevaba en su jornada de trabajo.

Mujeres salían y entraban con los clientes mientras que en el callejón el siniestro catálogo de sexo-servidoras continuaba. Alguna de ellas pasaba rozando con la mano la zona genital de los espectadores buscando provocarlos y convencerlos de contratarlas. Después de casi una hora en este lugar pensé que terminaría acostumbrarme al entorno. No fue así, al contrario, cada segundo en ese sitio equivalía a descubrir nuevas y desconcertantes realidades que el resto de la Ciudad prefiere ignorar. Había varios ‘Padrotes’ aposentados en lugares estratégicos, algunos portando una pistola en el cinturón. La señora de la tienda tenía razón, el callejón de Manzanares es peligroso, en todos lados se respiraba esa sensación. Peligro con los padrotes siguiendo los movimientos de los posibles clientes; peligro por la venta de droga que en ese lugar se desarrolla con la libertad y cinismo de quién vende globos en cualquier parque; peligro por los ladrones que no dudo, acudían a ese lugar en busca de potenciales víctimas.

Una de las refaccionarías del callejón era una tiendita en la que los hombres y las prostitutas compran dulces, agua, chicles, etc. El lugar era atendido por una señora y su hija, quienes prudentemente me advirtieron del riesgo que corría si intentaba entrevistar a cualquiera de las sexo-servidoras. Eso explica por qué ese lugar, si bien era conocido por muchos habitantes del Distrito Federal, fue muy poco documentado. Hacerlo equivalía a correr un riesgo de muerte. La chica de la tienda tenía consigo a su hija de no más de cinco años de edad. ¿Cómo le explicará todo lo que sucedía a su alrededor?, ¿A los ojos de la infancia qué significado tendrán estas mujeres que son codiciadas y compradas por un rato de placer?

Salí por el otro costado del callejón, donde también había más loncherías, cantinas y algunas vecindades que parecían en ruinas y cuya oscuridad impedía mirar en su interior. En un principio supuse que eran inhabitables, o que a lo mucho podrían servir como bodegas. Luego vi a un niño de unos nueve años salir de una de estas viviendas. Intenté hacerle la plática, preguntarle cosas. Se fue corriendo al instante.

Se dice que en muchos rincones de las vecindades e inmuebles de la Merced viven niños entre los siete y doce años. Se dice que se les permite dormir en algunas bodegas o cuartos a cambió de tener encuentros sexuales con los dueños. Padrotes, prostitutas y autoridades se contradicen. Se dice que por las mañanas estos niños deben de tener la misma clase de encuentros con cargadores y comerciantes para obtener comida. Se dice… pero todos lo niegan.

Salí del callejón, y la luz de un soleado día me recibió de golpe. Mucha gente transitaba entre puestos ambulantes. Me perdí en medio de ellos, sólo quería llegar a casa y quitarme esta opresión que sentía en el pecho.

Julio de 2013. Volver a Manzanares

Siete años después quise volver a la zona de Manzanares. Esta vez llegué en metro al Zócalo capitalino y de ahí caminé hacia el oriente por la calle Venustiano Carranza. Son sólo unas calles de distancia, pero tanto el entorno como su ambiente van cambiando conforme uno se acerca a la zona de Anillo de Circunvalación. Volvía a encontrarme con la Capillita de Manzanares. Me sorprendí gratamente al ver que se encuentra aún más cuidada que en mi primera visita.

Entré y me topé en el nicho central con El Señor de la Humildad, patrono de la capilla. Nuevamente me invadió una sensación de estar en otro mundo, en una iglesia pequeñita en cuyo interior la atmosfera cambia y nos transporta a otro tiempo.

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Si bien, en este templo el tiempo parece haberse congelado, en las calles aledañas sí noté varias diferencias: hay más seguridad, las calles, si bien aún lucen descuidadas, no se encuentran en el abandono de años atrás. Además hay mucha más gente caminando por la zona, lo que brinda una sensación de cobijo al visitante.

En cuanto al callejón de Manzanares, éste sigue ahí, pero ahora es posible atravesarlo sin temor. La obscuridad y el carrusel de sexoservidoras desaparecieron y ahora es una calle en la que incluso hay talleres mecánicos.

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Y es que el 21 de mayo del 2011, un operativo en ese callejón desarticuló una red de trata de blancas, comandada durante más de 30 años por los hermanos Manuel y Armando Rodríguez Mejía. De acuerdo a CNN Noticias, en ese operativo fueron rescatadas más de 60 mujeres de distintos estados del país, dos de ellas menores de edad.

Desde entonces el callejón cambió de giro, aunque no por eso ha desaparecido la prostitución en la zona, que sigue presentándose en las calles de alrededor y en las muchas cantinas que predominan en el lugar.

Sin embargo, vale la pena visitar este templo que es de los mejor cuidados no sólo en el antiguo barrio de la Merced, sino en todo el Distrito Federal. Insisto, las cosas en materia de seguridad han mejorado en el rumbo, pero aun así es aconsejable ir en grupo y de día.

La Capilla de Manzanares tiene abiertas sus puertas las 24 horas del día y siempre luce impecable y limpia. El próximo 6 de agosto se celebrará la Festividad en Honor al Señor de la Humildad, por lo que es una buena fecha para acudir y ver el ambiente festivo en el que hay mariachis, danzantes, banda, juegos mecánicos y más. Hay eventos programados desde las 5 de la mañana hasta las 9 de la noche.

Está es su ubicación: Manzanares 32, colonia Centro, Ciudad de México. Esquina con Circunvalación.

Aprovechando tu visita, puedes recorrer otros sitios cercanos como La Plaza del Aguilita, que dicen, fue donde los aztecas encontraron un águila posada sobre un nopal, señal para fundar la gran Tenochtitlán.

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El próximo martes en “Vagando”: Cupcakes Love.

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