“Hola, me llamo Eva y soy un bicho contagioso. Esta es la clave, esta es la única manera de parar el Coronavirus…” Son las primeras líneas de una carta escrita por Eva Arriba Cores una joven de 20 años, sobreviviente de coronavirus en España y que se ha hecho viral en las últimas horas. A través de las siguientes líneas, la sobreviviente de COVID-19 lanza una llamada de atención a lo que es vivir esta enfermedad y sobre todo a ser prudentes y tomarnos en serio las medidas de prevención y mitigación.

Así que a continuación compartimos la carta escrita por Eva y publicada en su cuenta de Instagram:

Hola, me llamo Eva y soy un bicho contagioso. Esta es la clave, esta es la única manera de parar el coronavirus… No sabes lo que es realmente, no tienes ni idea. Muchas imágenes de gente aplaudiendo en los balcones, de sanitarios tratados como héroes y de orgullo de comportamiento social, pero nada de la realidad de la enfermedad.

El 12 de marzo yo estaba en Alemania, trabajando, viviendo sola, haciendo mi vida, feliz. Y de pronto sonó el teléfono. Mi madre. «Eva, tienes que venirte ya. Esto se va a poner feo. No quiero que te quedes allí sola, no sé cuándo van a cerrar las fronteras. Papá ha tenido que cerrar su empresa y yo también. Haz la maleta». Así empezó todo. Fue un shock, pero nunca pensé lo que me esperaba a la vuelta.

Después de la aventura que supuso llegar hasta Suiza desde donde salía mi vuelo, el avión aterrizó en Barajas. En el aeropuerto se respiraba tensión, tristeza y silencio. Mi madre estaba esperando al otro lado de la puerta. «Tu padre ha empezado con fiebre esta mañana».

La llegada a casa fue aún más extraña. Nada de grandes abrazos, recibimientos entusiastas. Tensión, organización. «Papá está aislado en la habitación. No puedes entrar. Salúdale desde la puerta. No puedes ver a tus amigos. No puedes salir de casa. Estamos todos en aislamiento domiciliario». Ayer estaba tomándome una cerveza en una terraza de Alemania y hoy estoy en la boca del lobo.

Días desconcertantes. De termometros, oxímetro y lejía. Lejía por todas partes. Llamadas de médicos. Incertidumbre. Papá empeora. La fiebre no baja. La hidroxicloroquina no funciona. Papá se va al hospital. Neumonía bilateral. PCR positivo. Tiene COVID. 13 horas tirado en un banco metálico de una sala de urgencias. Solo. Tiritando. 39,8 de fiebre. No hay hueco. No hay camas libres.

Pasan los días. Por fin está en una habitación. Tiene los pulmones mal, pero está con oxígeno. Todo controlado. Nos cuenta un médico que tenemos mucha suerte, porque en su ficha de ingreso pone «candidato a UCI». Esa es la parte más cruel y tremenda. Significa que muchos otros no lo son, Que no van a intentar salvarles, porque no hay capacidad sanitaria para todos. ¿En serio? ¿En 2020, en España, se van a morir personas porque no hay hueco ni medios para atenderles? Y entonces pienso en mi amigo y sus abuelos, muertos hace dos días, y me planteo lo que será vivir en una residencia de ancianos.

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No sé que decirle. No sé cómo ayudarle. Papá es candidato a Unidad de Cuidados Intensivos y menos mal, porque cuando creemos que ya está a salvo, de pronto una tarde llega la crisis respiratoria grave. Horas de incertidumbre. No respira. Se ahoga. Médicos y enfermeras hacen lo que pueden. Ángeles de la guarda. Le cambian de habitación. Ahora tiene una máquina que hincha sus pulmones. Le dicen que si no aguanta le tienen que intubar. Que las siguientes 24 horas son cruciales. En casa, el infierno a distancia lo vivimos como podemos. Mi madre pasa horas mirando al móvil, que no suena. Esperando noticias. Llegan resultados de la última analítica. Oigo a mi madre decir algo de principio de fallo multiorgánico. ¿Estás de coña? ¿Se va a morir? Mi padre. ¿El vikingo que puede con todo puede que no resista las próximas horas? ¿No voy a volver a verle? Ni siquiera me he despedido.

Cambian de medicación. Van probando una y otra. Intensivistas, neumólogos, internistas y enfermeras están desconcertados. Se nota. Los días en casa son interminables. Hemos dejado de jugar. Ni siquiera parchís ‘online’. Mi hermana no enciende el móvil. No quiere hablar. Con nadie. Yo hago lo que puedo. Cocino. Gestiono la compra que vecinos y amigos nos traen amablemente. Siempre faltan pimientos. Seguimos en aislamiento domiciliario. No podemos pisar la calle. Mi madre pasa horas al teléfono, buscando noticias de la evolución de mi padre. Las noches son más largas aún. Desfilamos en vela por la casa. Nos encontramos en la cocina o en el baño. 4 de la mañana. Nadie puede dormir. Papá, por favor, respira.

Y de pronto empieza a remontar. Milagro. Su antiguo compañero de habitación no lo supera, pero papá sí. Ya está. La analítica empieza a estabilizarse. La saturación de oxígeno con el respirador se mantiene por encima de 90%. Eso es bueno.

Pasan los días y nos dicen que si sigue así, puede volver a casa. Ese día, de pronto, me entero de que el coronavirus no sólo produce neumonía: empiezan a hablar de una fase trombótica. ¿Qué es eso? ¿Ahora coágulos en el pulmón? ¿Esto no era una gripe que solo afecta a los ancianos?

Papá vuelve a casa. Antes de darle el alta, el médico le dice que no sabe qué secuelas va a sufrir. Que puede que no pueda volver a caminar sin agotarse. Sus pulmones están dañados. Estamos muy nerviosas. Vamos a volver a verle. Los vecinos salen a los balcones para recibirle. Un gran abrazo a distancia. Maravilloso. Y lloramos. De emoción, nervios. Y otra vez aislamiento en la habitación. Otra vez lejía, termómetro, pulso. Está muy débil, pero está en casa. Ya está. Se acabó. Pasan los días. Mentira. No se ha acabado. Los pies de papá se ponen azules. Sigue la maldita fase trombótica. Mi madre le pincha heparina a diario. Satura al 91%

Hoy voy a cocinar sémola con verduras. Yo elijo el menú a diario. Mi madre pasa por la cocina, prueba el plato y me dice que está incomible: demasiado salado. Mi hermana y yo no lo notamos. Acabamos de perder el gusto. Mi madre empieza a encontrarse mal. Mi hermana y yo también. Más termómetro. Más pastillas. Y un día empezamos a encontrarnos mejor y papá sale de la habitación después de un mes encerrado entre 4 paredes. Ya está. Se a acabó el infierno.

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Mentira. A los 15 días empiezo a vomitar. Me duele. Me muero. Como si me estuvieran clavando una espada en el estómago. Mamá llama al 112. Noche sin dormir. No soporto el dolor. La cabeza me va a estallar. Acaban de empezar las neuralgias. Al día siguiente mi madre está leyendo un libro para desconectar un rato de todo y de pronto deja de ver por un ojo. El oído empieza a dolerle. Ha perdido la vista y está sorda. ¿Pero esto no era una gripe? ¿No se va a acabar nunca? Otra vez hospital. Mi madre a oscuras. tumbada en una habitación. Con esto tampoco contábamos. ¿El coronavirus tiene un rebrote? ¡Pero si ya estábamos bien! ¡Esto se había acabado!

Me muero de dolor de estómago. Mi cabeza va a estallar, como si un látigo la atravesara desde la nuca hasta el ojo. Más medicinas. Seguimos sin pisar la calle. Hablan de cambio de fase a todas horas. Me da igual. Yo sigo en arresto domiciliario. Soy un bicho contagioso. Me he hecho pruebas y ha dado igm positivo. Eso significa que mi cuerpo está peleando contra el virus. Mi hermana, una noche, empieza a encontrarse mal. Le cuesta respirar. Otra vez hospital. Satura al 93%. Sus linfocitos están bajos, su cuerpo está peleando contra el virus y de momento no está ganando. ¿Pero no se suponía que no afectaba a los niños? Me cuenta un amigo que un hombre de 46 años ha caído desplomado en la calle con sus barras de pan bajo el brazo. Infarto fulminante. COVID positivo. ¿Esto no era una puta gripe?

Más medicinas. Cortisona. Nos hinchamos como globos. Me duele la cabeza. Odio la neuralgia. Odio el coronavirus y odio esta sociedad de mierda que se ha olvidado de lo importante. Nuevos síntomas. Las venas se hinchan. Las manos de mi hermana se vuelven naranjas. Tengo moratones. Tengo hipotermia, 35,2 de fiebre. Náuseas. Me mareo.

Oigo a la gente haciendo deporte en la calle. Veo desde la ventana grupos de adolescentes en bici haciendo el capullo. Sin distancia. Sin mascarillas. Inconscientes. Sois una panda de gilipollas inconscientes. La cabeza me mata. Puto bicho. Y pienso que otras familias van a tener que pasar por este infierno, porque la gente no sabe. No conoce. Y la verdad es la siguiente: este virus es desconocido, desconcertante. Ataca cuando menos te lo esperas y donde menos te lo esperas. Ahora tengo claro que no, no es una gripe. No sólo afecta a los mayores o personas de riesgo.

Me he repetido las pruebas. Ya no soy positivo. Pero tampoco he creado anticuerpos… ¿Después de todo esto no soy inmune? He cumplido 20 años y el único regalo que realmente quería era ser igg+, entrar en el club de los inmunes.

Nos dan el alta domiciliaria. Después de 2 meses y 6 días podemos pisar la calle. No tengo miedo, ya lo he pasado, sé que a día de hoy no contagio y estoy convencida de que si lo vuelvo a pillar no va a ser grave porque mi cuerpo va a saber frenarlo. O eso quiero creer. Y a pesar de todo, cada vez que quede con mis amigos, que por fin ha llegado el momento, cada vez que salga por la puerta, actuaré igual que hace dos semanas, igual que hace un mes, como si siguiese contagiado. Mascarilla en boca todo el día, alcohol en manos y, por desgracia, distancia. No por mí, sino por los demás. Por evitar traer de nuevo el virus a casa y que tú también lo lleves a la tuya.

¿Te imaginas lo que sería no volver a ver a tu padre? Te imaginas que por hacerte un selfie con un colega tu madre sufriera un ictus? ¿Te imaginas cómo te sentirías si alguien cercano enfermara de verdad? Me llamo Eva y seguiré actuando como si fuera un bicho contagioso. Y tú también deberías hacerlo.

Así ha pasado la cuarentena mi familia. Solo me queda agradecer a todos aquellos que han estado ahí, acompañando, arropando, informando, mimando, y cuidando de nosotros. En especial, a los médicos y enfermeras que nos han ayudado y ayudan a superar la situación. Gracias de todo corazón.

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