Por Ana De Luca y José Luis Lezama

Cuando pensamos en el juego, inmediatamente imaginamos a niñas y niños corriendo, enredados en sensaciones mágicas, experimentando libertad para hacer y deshacer mundos. Si es un buen día, quizá también soñemos con adultos siendo niños e igualmente jugando. Nadie pondrá en duda que el juego es una actividad hermosa, probablemente lo más bello de la vida, que nos invita al mismo tiempo a escapar de este mundo como a vivirlo intensamente. El juego nos provoca alegría, estimula nuestra fuerza creativa, nos invita a socializar, propone imaginar y conciliar mundos. Y este juego, con todas sus bondades, siempre lo asociamos como algo propiamente humano, como un privilegio de nuestra especie. Si algo que se siente tan “nuestro”, tan profundamente humano en realidad es algo que compartimos con los animales, quizá podamos empezar a desmoronar cual polvorón ese muro ficticio que supuestamente nos divide de los animales. Si los animales sufren, disfrutan, y juegan como lo hacemos las personas, entonces ¿qué es eso que nos hace humanos y nos separa de lo animal? 

¿Por qué juegan los animales? 

Hay muchos ejemplos de animales que juegan. El juego se ha observado con mayor frecuencia en los animales vertebrados de cerebro grande, como los primates, de sangre caliente como los monos y simios, perros, gatos, elefantes, nutrias, osos, y algunas aves. También juegan los invertebrados como pulpos, como nos lo enseñó el documental Mi Maestro el Pulpo. Juegan también las hormigas cuando luchan entre sí sin querer lastimarse, y también juegan cuando ruedan un grano de trigo con la misma alegría que nos divertimos jugando con una pelota. Podemos decir, sin grandes dudas, que el juego es la más universal de todas las prácticas, momento de comunión de todas las especies y seres que habitan el mundo. Todos los mundos, todo lo que existe, lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande están entrelazados en una generativa locura universal de juegos que recrea y reinventa permanentemente la vida y sus alrededores.

Falsos binarismos y una falsa superioridad

La sociedad moderna ha dividido de manera binaria al mundo, haciéndonos creer falsamente que estamos tajantemente separados de la naturaleza, que hay un real distanciamiento y una demarcación estricta entre las personas y los animales. El problema es que no solamente nos pensamos separados de ellos, sino superiores, seres excepcionales, el momento culminante de la evolución.  Una superioridad basada en el logos, en la razón, como seres construidos por nuestro lenguaje y con una inteligencia supuestamente suprema. Sabernos en un mundo que ha construido categorías que dan valor a la vida en nombre de esa razón es reconocernos en una sociedad logocéntrica. Esto es, hemos dividido tajantemente el valor de los seres vivos sobre aquellos que poseen razón, que tienen razón y aquellos que no la tienen.  Bajo esta lógica nosotros somos, mientras que los otros seres no terminan, y nunca alcanzan a ser. El resultado de una sociedad logocéntrica es que en nombre de esa superioridad creemos que estamos autorizados para pasar por encima y a someter a otros seres.

Kant encuentra nuestra superioridad en el supuesto de que los humanos somos seres de libertad, de elección y propósito. En cambio, los animales sólo serían seres de adaptación y sobrevivencia. De ahí la importancia de pensar a los animales como seres que juegan, y ver el juego como disfrute, como posibilidad de sentir placer, diversión. Esto último rompe también con el principio darwiniano de ver las conductas de los animales únicamente bajo el lente de la adaptación y la supervivencia.  En el juego, los animales no sólo facilitan el proceso evolutivo, en momentos parecen incluso romper con este principio, pues muchas veces ponen en riesgo su vida al jugar. Los animales cuando juegan no lo hacen para seguir las reglas de ningún supuesto orden natural. En la naturaleza no hay ningún orden que seguir, la naturaleza no tiene orden ni lógica ni leyes, todo esto son creaciones humanas, construcciones humanas, en nuestros intentos por conocer el mundo. Los animales simplemente ejercen su derecho al placer.  

Al leer a los expertos, a los sabios del juego en los animales, nos percatamos que casi todos lo relacionan con su papel facilitador del proceso evolutivo, con el aprendizaje de habilidades que les permita desempeñarse adecuadamente como seres adultos. También se alude al juego en su papel de generador de vínculos sociales. Jugar haría posible la convivencia, construiría comunidad, haría posible crear lazos y engendrar sentimientos. En todos los casos, el juego aparece como un medio, nunca como un fin. Por ejemplo, pocas veces se piensa al juego en su relación con el deseo y el placer, como diversión, como práctica de sentido de vida, como constructor de mundos jamás imaginados, humanos y no humanos. Hablamos de los animales sintientes como seres que sufren, que sienten dolor y con ello pensamos que los reivindicamos. Nunca los imaginamos como seres de deseo, placer y alegría. Se expresa allí una mirada humana no sólo que antropoformiza, sino que a la vez que moraliza al reino animal, privándolos, igual que sucede con los humanos, de una experiencia de vida gozosa en sí misma.  

Nuestra animalidad juguetona

Si hay algo emancipatorio en este mundo es jugar, actividad en la que nos desprendemos por un momento de la razón, una razón que no es sino una sinrazón, una razón cruel que mata y destruye vidas y mundos posibles de esperanza y de ternura. De alguna manera el juego es una forma de resistencia para no tomarse en serio el mundo, romper reglas y constreñimientos, crear un nuevo mundo paralelo lleno de amor interespecie

Si pensamos en los animales que juegan, quizá de ahí se desprenda una sensibilidad, una aptitud para empatizar de una manera profunda con los animales. Si junto con los animales podemos compartir esta actividad que nos da aventuras sin límites, placer y diversión, quizá podamos descubrir lo gozoso de nuestra propia animalidad, o podamos encontrar en ellos nuestra humanidad reinventada y dignificada. 

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Ana De Luca y José Luis Lezama son fundadores del Centro de Estudios Críticos Ambientales ¨Tulish Balam”.

Twitter: @C_TulishBalam

 

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