Por José Luis Lezama y Ana De Luca
Nunca pensé que en la felicidad hubiera tanta tristeza
Mario Benedetti

La filosofía ha hecho de la felicidad un tema, una manera de indagar la naturaleza humana como forma de realización suprema, como sentido de toda vida. La felicidad emerge como el bien supremo, como el valor que arrasa con todos los demás valores, pero en una época marcada por cada vez mayores riesgos y deterioro ambiental, en un mundo escindido en unos cuantos ricos y millones de pobres, ¿cómo podemos construir esa felicidad? Es decir, ¿es posible la felicidad en tiempos de crisis socioambiental? 

Una felicidad prefabricada

A medida que la hostilidad del mundo moderno se amplía, en que nuestra vida cotidiana es cada vez más vaciada de sentido y todo en nosotros se reduce a vivir para el trabajo, aumenta y se afianza una necesidad por acceder a un mundo mejor. Nunca como ahora queremos una vía de acceso rápida a la felicidad. Pero esa felicidad que muchos nos proponen en Instagram, en los medios, en las películas, es una felicidad investida de un individualismo consumista, de lujos innecesarios que poco le importa la destrucción de nuestros mundos de vida. Esa felicidad vacía es en realidad una felicidad frívola, farmacológica, y alienada. Es una quimera. Son falsos cielos de alegría, son sueños hipnóticos que no buscan más que perpetuar este sistema de degradación.  

Pareciera que somos dueños de nuestras propias nociones de felicidad. Pensamos la felicidad como si fuera un asunto privado, cuando en realidad estamos siendo arrasados, moldeados, por nociones prefabricadas sobre el fondo y la forma de esa felicidad, que nos dicen quiénes son sus beneficiarios y las personas merecedoras de ella. Es esta una felicidad que aparece más bien como una imposición externa, funcional al orden social dominante.  Se trata, pues, de hacernos felices con lo que hace feliz al capital. En ese sentido la felicidad se obtiene a través del consumo: de tener un nuevo coche, un suéter, un par de tenis, y quienes tienen acceso a ella son las personas blancas, ricas, delgadas, y heterosexuales. Basta con abrir una revista de moda, prender la tele, o abrir una cuenta en Instagram para darse cuenta de ello.

Según Sara Ahmed, hay en el periodo actual un mandato de felicidad, una necesidad social de que estemos felices por decreto. Nos preguntan, a diestra y siniestra (o más bien siniestramente), si estamos felices y nos comparten toda una serie de recetas para la angustia. Pareciera que ser feliz es algo que tendríamos que lograr para ocupar un lugar importante en la vida, para que nos reconozcan. La pregunta no es en realidad sobre nuestro bienestar, es una manera de decirnos cómo tenemos que vivir nuestra vida. Esa obsesión de la felicidad, de la positividad a ultranza, de la creciente psicología positiva nauseabunda, no hace más que hacerle creer a las personas que son responsables de sus propios problemas, niega las estructuras de poder que provoca las desigualdades, la injusticia, el maltrato: el oprimido se siente culpable de su opresión, el que sufre se siente culpable de su sufrimiento. 

Para tener esa sociedad feliz, tenemos que estar suprimiendo continuamente el dolor, vivir permanentemente anestesiados, como lo explica Byung-Chul Han en su reciente libro, La sociedad paliativa, con medicinas de todo tipo para quitarnos el dolor físico y emocional, pero también anestesiados con una oferta ridícula de entretenimiento y redes sociales. Negar ese dolor es estar negados de lo exterior, de la vida de los Otros. No dejarnos sentir el dolor de seres que sufren,  no darle un sentido a ese dolor, es buscar la imperturbabilidad a un costo social muy alto. 

Este mundo de felicidad prometida solamente resulta benéfico para algunos, convirtiéndose más bien en motivo para afianzar el poder, y para el despliegue de sistemas de dominación y sistemas autoritarios cada vez más violentos e intolerantes. La felicidad así promovida es el principal dispositivo para asegurar que este orden social sexista, clasista y colonial se legitime y se eternice.

Una felicidad “en construcción”

No creemos ni en la felicidad escrita en las tablas de la ley, ni tampoco en la voluntarista de quienes esperan milagros. Pensamos que la noción y la experiencia misma de la felicidad colectiva e individual es algo que debe construirse colectivamente. Para eso hay que deconstruir los mecanismos mediante los cuales se crea y disemina esa felicidad falsa y trivial que reproduce y eterniza el sistema. 

De ahí la necesidad de repensar la felicidad, de construir en colectivo sueños, esperanzas e ilusiones de vida que sean sensibles con los seres que habitan este planeta, que no pretenda mirar para el otro lado mientras el planeta se está incendiando. Ahora más que nunca la búsqueda de la felicidad tendría que nacer de la crítica, de la revisión exhaustiva de las estructuras de poder que crean desigualdad, pobreza y devastación ambiental. Una felicidad alegre, juguetona, profunda y sencilla para todas las personas, una felicidad que deberá construirse con creatividad e imaginación, creando las condiciones de posibilidad para su gestación y realización. Se trata de que hagamos brotar desde nuestro corazón un sentido nuevo de vida, considerando a todos los seres que habitamos este hermoso y frágil planeta. 

Como ambientalistas, eso es lo que pensamos que es nuestra tarea más significativa hoy día, a ello debemos dedicar nuestros esfuerzos. Cuando el dolor y la tristeza nos hermana, nace el milagro del afecto solidario y se hace potencia colectiva. En ese lugar de comunión, vemos surgir la esperanza de entre las ruinas de este mundo en crisis. Es ahí donde sentimos que nadie podrá contra nuestra voluntad de soñar un mundo mejor.

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José Luis Lezama y Ana De Luca son fundadores del Centro de Estudios Críticos Ambientales ¨Tulish Balam”.

Twitter: @C_TulishBalam

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