Por Miguel Cane

El nombre de esta serie de TV —y del pueblo que es su principal escenario— conjura una serie de imágenes que por casi tres décadas se han mantenido vivas en el imaginario popular; la inicial es el cuerpo de una jovencita muerta, envuelta en plástico llamada Laura Palmer (interpretada por la entonces debutante Sheryl Lee): su muerte misteriosa es la llave de entrada al pueblo de Twin Peaks, en el estado de Washington, casi en la frontera con Canadá. Es el típico pueblo ubicado entre hermosos bosques y cascadas, donde todo el mundo parece tener una vida feliz. Pero aquí la palabra clave precisamente es “parece”.

De acuerdo con las obsesiones de David Lynch —co-creador junto con Mark Frost de la serie— las comunidades como ésta pueden ocultar numerosos secretos. Si a esta fórmula (creada por Grace Metalious para Peyton Place: la caldera del diablo, que a su vez fue adaptada como el programa pionero del género de la telenovela nocturna, en 1964, que a lo largo de estas cinco décadas nos ha dado gran variedad de programas, desde Dallas hasta Juego de tronos) le sumamos las obsesiones y sensibilidades surrealistas de Lynch, el resultado es una de las series de televisión abierta más idiosincrásicas y peculiares de la historia; lo suficiente como para convertirse en una de las series de culto más célebres, incluso hoy en día que, después de veinticinco años de haber salido del aire, se reanuda para seguir explorando todos los enigmas que quedaron sin resolución, y planteando algunos más, de pasada.

El agente del FBI Dale Cooper (interpretado de manera magistral por Kyle MacLachlan) es el personaje principal de la saga, y tratar de describirlo es demasiado complejo. Por un lado, es el hombre más honrado y cabal del mundo; por otro, es un sujeto tan excéntrico que mucha gente no dudaría a tildarlo de loco; pronto se ve involucrado en investigar y sacar a la luz todo lo que sucede en el pueblo, desde actividades ilegales, como tráfico de drogas y prostitución de lujo con chicas menores, hasta acontecimientos de carácter sobrenatural e inexplicable.

Cuando la serie dejó de emitirse, en junio de 1991, sus ratings habían bajado terriblemente —esto en parte se debió a la apresurada resolución del asesinato de Laura, por presiones de la cadena ABC, ya que la intención de Frost y Lynch era no resolver el misterio jamás—y se canceló abruptamente, dejando muchos cabos sueltos, que la película Twin Peaks: Fire walk with me, que se centraba en los últimos siete días en la vida de Laura Palmer, no terminó de explorar. Por las siguientes dos décadas, la serie —que se estrenó al mismo tiempo que otro legendario melodrama televisivo, Beverly Hills 90210— se convirtió en objeto de obsesión de millones de personas alrededor del mundo. Se celebraban fiestas de disfraces con el tema de la serie, el soundtrack compuesto por Angelo Badalamenti vendió muchísimas copias y la serie lanzó las carreras de numerosos actores que participaron en ella (uno de los más notables, David Duchovny, quien causó sensación como la agente Denise Bryson, uno de los primeros personajes trans presentados en la TV, tres años antes del debut de The X-Files).

Pero, quizá más que Cooper, el personaje más emblemático de la serie sea la misma Laura, a la que sólo conocemos en flashbacks y a través de las páginas de su diario (si ustedes sienten que esto se parece un poco, por ejemplo, a series como The Killing o la sobrevaloradísima 13 Reasons Why es porque ambas series tomaron parte de sus premisas de ésta); su imagen como reina del baile de graduación se ha vuelto emblemática, apareciendo en incontables reproducciones. Pero hay algo más allá de la belleza clásica de Laura Palmer, su larga cabellera rubia, sus ojos azules, su aspecto de muñeca de porcelana. Por debajo de todo esto corren pasiones oscuras y violentas, Laura no es lo que parece y ella es precisamente la representación del pueblo: nada de lo que vemos en la superficie coincide con lo oculto.

El retorno a Twin Peaks, largamente esperado, presenta una visión más Lynchiana que nunca del universo televisivo que crearon él y Frost. Diálogos aparentemenete (o deliberadamente) incomprensibles; pistas falsas, sustos, cameos de estrellas famosas, hermosas locaciones naturales; misterios sin explicación; sobre todo, la alegría de volver a ver a los viejos amigos, a los personajes entrañables, como Margaret Lanterman (Catherine Coulson), la Señora del Leño —su aparición es especialmente conmovedora, porque la actriz estaba muy enferma al rodar sus escenas y posteriormente murió, algo que Lynch y Frost incorporan a la serie—; o Kimmy, la recepcionista de la policía, o Benjamin Horne, el inescrupuloso hombre de negocios, incluso la mismísima Sarah Palmer, la madre de Laura, una ama de casa con un toque de poderes psíquicos y severa neurosis, que sigue fumando como si no hubiera un mañana y vive de una dieta de documentales sobre animales de presa. Y esto es sólo en el pueblo: no hay que olvidar que en el bosque existe el temible Black Lodge, ese punto entre universos, decorado con pesadas cortinas de terciopelo rojo y un suelo con grecas hipnóticas. Ahí es donde Dale Cooper ha esperado durante veinticinco años a ser liberado; junto a él, la propia Laura regresa. Pero aquí, la duda: ¿es Laura o una copia de Laura? Este juego siniestro de los espejos es uno de los temas recurrentes de la mitología de Lynch y es uno de los pilares de la serie en su nueva encarnación.

¿Qué se necesita para entender Twin Peaks?

Nada. Esta serie es un placer adquirido —como el caviar o los caracoles— y no es necesario “entenderla”, sino amarla tal como es. La nueva serie con 18 capítulos (por Netflix se podrán ver dos cada lunes) fue dirigida completamente por Lynch, y seguramente el espectador casual se sentirá intimidado por ella. Pero el devoto, el nostálgico, el que fue Peak Freak en 1990 —ese año yo tuve mi camiseta que decía “Yo maté a Laura Palmer”—, el que es devoto de Lynch y su visión estilo Diane Arbus, que lo mismo encontraba belleza en lo sórdido, que lo horrendo en lo bonito, encontrará aquí dieciocho horas —con un elenco multiestelar, que reúne a actores de la serie con estrellas invitadas— de una celebración oscura, y memorable.

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Miguel Cane es narrador, periodista cinematográfico, crítico y dramaturgo –desde hace 20 años vive de escribir y no se explica todavía cómo le hace. Es autor de las novelas Todas las fiestas de mañana y Corazón caníbal y las obras Somos eternos, Laura Dieste y Almas perdidas. También del inclasificable Pequeño Diccionario de Cinema para Mitómanos Amateurs. Tiene un gato llamado Llewyn y su película favorita es El bebé de Rosemary (Polanski, 1968).

Twitter: @aliascane

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