Por José Ignacio Lanzagorta García

En la calle de Justo Sierra, en la Ciudad de México, hay una casa de finales del siglo XVII, tal vez principios del XVIII, que en su fachada central tiene como remate un descuidado relieve con la figura de una mano sosteniendo una custodia. Esto representa el acto heroico de Juan de Chavarría y Valera, un hombre de mucha fortuna y reconocimiento en su tiempo, quien en un terrible incendio que azotó el templo de San Agustín en 1672, entró al recinto a salvar justamente una valiosa custodia. El incendio en San Agustín se recordó con especial horror, quizá más que el de otros templos en otros tiempos del que también nos llegan noticias y hasta representaciones pictóricas hasta nuestros días. Y es que, más que vidas humanas que, tratándose de un templo eran pocas las que estaban en riesgo, se perdían objetos valiosos y sagrados y, sobre todo, la altísima inversión que un templo representa frente a otras edificaciones.

Incluso hoy que no somos una sociedad religiosa –o al menos no en los términos orgánicos del pasado-, la quema de un templo tiene un dramatismo importante. Pues a la pérdida simbólica de un centro espiritual y de los capitales materiales, le asiste también el discurso más contemporáneo de la pérdida del objeto patrimonial. Cuando hablamos del incendio en la Catedral Metropolitana de 1967, enlistamos las pérdidas cuantificando su valor no sólo por apreciación artística, sino acumulado por añejamiento: unas tablas del siglo XVI, un retablo del siglo XVIII… Ya avanzado el siglo XX, en ese incendio perdimos objetos que hoy tal vez reciben más dignidades en un museo que un templo. O es que los templos hoy se parecen más a los museos. O al revés, también.

Las llamas que arrasaron la imponente pero apolillada Quinta da Boa Vista de Río de Janeiro descorazonan hasta al más cínico. No era cualquier museo en el contexto global ni mucho menos aún en el brasileño. No era el “museo de la canica galaxia y agüita”. Fue la colección de una de las primeras instituciones museísticas en el mundo moderno y con el extra de tratarse, encima, del “Nuevo mundo”. Fue un museo representante aún de la transformación e impulso sembrado en el siglo anterior a su fundación, ése que algunos llaman “siglo de las luces”. Un museo cuya importancia simbólica estaba asentada incluso en su propia sede: ocupaba lo que fue un palacio imperial. Como ha sido costumbre en la era moderna, los espacios centrales de poder de regímenes antiguos son reocupados por museos. El Museo Nacional de Brasil, fundación aún imperial en 1818, fue trasladado en 1892 a la sede de los emperadores brasileños tras el triunfo de la república en Brasil en 1889. De alguna manera, los museos son un recurso que dignifica la persistencia de los símbolos del pasado sin mostrar debilidad de los nuevos regímenes sino, al contrario, su magnanimidad.

Más de 120 años después sólo resistieron los meteoritos. No se perdió una biblioteca de Alejandría, pues mucho de lo que ahí estaba está respaldado por todas nuestras formas de replicar información. Muchos de los objetos que se perdieron podrán seguir siendo analizados y estudiados, aunque cancelando nuevas preguntas que requirieran volver la materialidad del objeto. Podrá refundarse como institución, pero siempre quedará en su historia que el Museo Nacional de Brasil ya nunca será lo que fue.

Incendio consume el Museo Nacional de Río de Janeiro, en Brasil

Un museo y, sobre todo, uno “nacional” y, pa colmo, uno como el de Río de Janeiro se nutre de diferentes prestigios y valores y que, sin embargo, se amalgaman en un coleccionismo que, al acumular años va incluso coleccionándose a sí mismo. Las piezas que pudieron ser conseguidas por un monarca europeo para ser valoradas por antigüedades exóticas de mundos lejanos, son convertidas por el tiempo y por el Museo como testimonios de un pasado imperialista y colonial de la nación que las alberga; invitan más a la reflexión del propio Brasil que del antiguo Egipto, por ejemplo. No se pierden, pues, los objetos quemados, o no sólo ellos o no separados de los relatos que acumularían con el tiempo.

No es, pues, el lamento por las cenizas. No es, pues, el dramatismo del fetiche extinto. Es, más bien, que las múltiples negligencias del Estado brasileño –pues si bien los descuidos más importantes son del actual gobierno de ese país que apretó su presupuesto a mínimos inoperantes, también vienen otros desde mucho más atrás- son sintomáticas de una valoración ambivalente en la que Brasil patrimonializa y se relaciona con su propio relato. El principal museo de la nación no contaba con los numerosos dispositivos disponibles en el presente para poder prescindir de los heroicos Juan de Chavarrías en caso de emergencia. ¿Sería que el museo no era, en realidad, tan valioso como para protegerlo? Por eso hay acaloradas, necesarias y catárticas protestas en Río de Janeiro estos días. Lo que se disputan en las calles ahora es algo más que el reclamo por un incendio.

En el XVII los incendios eran una cosa recurrente. Chavarría ingresó a San Agustín sabiendo qué era lo más valioso, en términos materiales y, sobre todo, espirituales, por los que valía la pena jugarse la vida y salvarlo. La historia lo premió con una insignia que sobrevive 300 años después en la puerta de su casa. Este incendio tal vez nos agarró aún más desprevenidos: ni pensábamos que pudiera ocurrir, ni nadie sabría cuál sería la custodia por salvar de las llamas. Además de revisar todos los sistemas contra incendios, la tragedia brasileña nos tiene que llevar a repensar, nuevamente, para qué son los museos nacionales en la cultura.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

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