Por José Ignacio Lanzagorta García

En Ámsterdam 270, colonia Hipódromo, había un edificio raro (rarísimo) del que hoy quedan sólo fragmentos. “Es muy marciano”, le he escuchado decir a algunos. Y sí, los proyectos, diseños y espacios de quien diseñó y habitó esa casa tenían ese toque futurista de los años 60 y 70 que miramos en los Supersónicos. Había una placa al exterior: “Kalikosmia. Este fue el primer espacio fractal asísmico construido en la colonia Hipódromo Condesa, donde el sismo del 85 hizo más estragos. Juan José Díaz Infante Núñez, Diseñador de Espacios y Sistemas (DIES)”. Entre vigas de metal, la casa consistía en tres esferas suspendidas en una estructura ligera. Hoy está a punto de terminar el lento desmantelamiento que, acusan, ha hecho de ella la inmobiliaria que la adquirió en 2012, año en que murió su autor, Díaz Infante, a quien no le gustaba que le llamaran “arquitecto”.

La casa se encuentra en uno de los catálogos patrimoniales de la Seduvi. A pesar de ser reciente en la historia y no contar con protección por las instituciones federales, la Ciudad de México sí la tomaba para sí como parte de su patrimonio a defender y preservar para próximas generaciones. ¿Y cómo no? Al margen del gusto sobre esta edificación, la casa de Díaz Infante fue una de las pocas reacciones artísticas inmobiliarias que tenemos a un terremoto que nos marcó para siempre. Para colmo, el siguiente gran terremoto que hemos sufrido vino a ocurrir el mismo día en el calendario, apenas un par de horas después del gran simulacro conmemorativo. Era imposible no sentir nuestra tragedia de 2017 como el fantasma de de 1985. Para mí y para muchos, en todos estos meses postraumáticos, ha sido inevitable voltear a ver las marcas, las cicatrices, la memoria que en el espacio dejamos de nuestra telúrica condición. La “casa antisísmica” de Díaz Infante resultaba una de las más curiosas que sólo el olvido volvió poco entrañable.

“Kalikosmia” es un neologismo del artista que toma del náhuatl la “casa” (calli) y del griego el “cosmos”. No lo inventó en 1985, sino un par de décadas atrás, cuando irrumpía en el mundo de los arquitectos y los ingenieros diciendo que la arquitectura “había muerto” y que su labor era la de cubrir de pieles al espacio. Díaz Infante estaba obsesionado con lo accesible, lo ligero, lo fractal y lo espacioso. A él le debemos la icónica Terminal de Autobuses de Pasajeros del Oriente y el edificio de la Bolsa Mexicana de Valores, por ejemplo. Sería desproporcionado decir que su casa de Ámsterdam es una reacción intempestiva al terremoto, cuando más bien se circunscribe dentro de la trayectoria profesional y artística de este diseñador de espacios. Tratándose, además, de su propia casa, Díaz Infante no tenía que ajustarse a la funcionalidad de un edificio público o las peticiones de sus clientes. Ahí podía hacer lo que quisiera, dejarse ir. Él eligió enmarcar su kalikosmia como respuesta al terremoto y eligió enclavarla ahí, en la derruida colonia Hipódromo y vecina de la destruida colonia Roma.

Al terremoto de 1985 respondimos haciendo parques donde cayeron algunos edificios. Hicimos un discreto memorial donde cayó el Hotel Regis, apenas un monumento donde estuvo el Nuevo León. Pero en términos de moldear el espacio que habitamos, la respuesta más importante fue en la ingeniería y en las leyes de construcción. Nuestros edificios debían tener ciertas características para soportar los embates de las ondas sísmicas. La casa de Díaz Infante era, en cambio, toda una catarsis. Su presencia era disruptiva en el paisaje de la Condesa. Era una experiencia estética y de memoria urbana que se nos invitaba a hacer a todos los que paseáramos por el acogedor andador de Ámsterdam, mirándola con desconcierto y con la paciencia de acercarnos a mirar su placa.

Hoy, que la Condesa se alinea globalmente como barrio de hospedaje a rentistas de corto plazo, pierde un elemento de la historia urbana local qué mostrarles a los turistas que vienen a seguir religiosamente sus listas de restaurantes y “experiencias” estandarizadas y pretenciosas. Hoy, que la ciudad necesita volver a asimilar el trauma recurrente de que la tierra se mueve, nos tira cosas, nos mata, nos hace perderlo todo, perdemos un pedazo de la forma en la que quienes caminaron por aquí antes que nosotros lidiaron espiritualmente con ello.

Unos años antes de morir, en 2008, Díaz Infante vendió su casa. Según su familia, pasaba por un mal momento económico y, mientras tanto, la Condesa pasaba y pasa por un extraordinario momento económico. Decían que su anhelo era recuperarla y convertirla en un espacio de acceso público. En 2012, una nueva inmobiliaria compró la casa y Díaz Infante murió. La esfera que se veía a poca altura sobre el nivel de calle y que, tengo entendido, servía como recámara del diseñador, ya desapareció. El domo superior también. Las estructuras que servían para conectar las esferas se han ido. Hoy parece un andamio, listo para terminar de desmontarse y convertirse en el siguiente siguiente edificio de departamentos airbnb. Hace unas semanas escribía sobre la intención de Mancera de usar recursos para hacer un memorial cuando todavía hay damnificados. Con que en su administración y las de la delegación Cuauhtémoc se hubiera hecho valer el reglamento que protegía este pedazo de memoria de la ciudad hubiera bastado.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

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