El almacenamiento de carbono en los suelos es un servicio ecosistémico clave que depende de interacciones ecológicas que hemos alterado.

Por Mariana Castro Azpíroz

En la década de los 30, en Estados Unidos se observó un paisaje muy parecido al de todas las películas post-apocalípticas: suelos áridos y estériles, con escasez de recursos. Se le bautizó “Dust Bowl” (tazón de polvo) a este periodo de sequías extremas y tormentas de polvo en las planicies del sur del país. Los desastres naturales acabaron con poblaciones y ganado en la región desde Texas hasta Nebraska y no se dio ninguna cosecha. Varios factores se conjuntaron para derivar en este escenario: la crisis económica, las altas temperaturas, la erosión por los vientos y las malas prácticas agrícolas.

¿Llueve sobre mojado?

Lamentablemente hoy nos vemos en una situación similar, pero no es sólo en Estados Unidos… Gracias al cambio climático, las proyecciones para los próximos años no se alejan mucho de semejante cataclismo. Desde el año 2000, el número y duración de las sequías ha incrementado en 29%. Actualmente afectan a 55 millones de personas en el mundo cada año. Se estima que, para 2040, 1 de cada 4 niños vivirá en una región con extrema escasez de agua y en 2050, más de tres cuartas partes de la población mundial serán afectadas por sequías. “Quiero saber: ¿has visto alguna vez la lluvia?” podría volverse una pregunta seria.

Para evitarlo hay que conocer el secreto de la tierra fértil. Un elemento clave es el carbono. Ese mismo carbono del que tanto escuchamos que hay que reducir las emisiones, es la base con la que está formada la vida en la Tierra. El problema es que no debería estar en la atmósfera en las proporciones que ha alcanzado en los últimos años. En los suelos se almacena casi el 80% del carbono de los ecosistemas terrestres: 3 veces más que en el aire. Solamente en los océanos hallaremos una mayor cantidad, pero aun así se estima que los intercambios entre los suelos y la atmósfera son más frecuentes que entre el océano y el aire.

Esto significa que cada año se fija más carbono en los suelos que en los océanos. El dióxido de carbono atmosférico puede ser capturado por las plantas, a través de la fotosíntesis, y almacenado en los suelos en forma de materia orgánica. Pero hay más agentes a cargo de esta indispensable tarea.

Agentes encubiertos

La materia orgánica de los suelos está formada por bacterias, hongos y material en descomposición proveniente de seres que solían estar vivos. Estos organismos microscópicos cumplen bajo tierra una misión indispensable: mejoran la calidad de los suelos porque les permiten retener más agua y nutrientes. Así se transforma a la tierra y se vuelve más fértil, acoge mayor biodiversidad en un entorno natural y es más productiva en un contexto agrícola. Además mejora la calidad de aguas subterráneas y superficiales y contribuye a la seguridad alimentaria.

El almacenamiento de carbono en los suelos es un servicio ecosistémico clave que depende de interacciones ecológicas que hemos alterado.
Foto: Pixabay

La cantidad de carbono orgánico en los suelos es el resultado de tres procesos:  descomposición, fotosíntesis y respiración. Estos mecanismos dependen parcialmente de las condiciones climáticas, como el nivel de humedad y temperatura de los suelos. En ambientes fríos, ocurre más fotosíntesis que descomposición, lo cual se traduce a altos niveles de carbono almacenado en los suelos. En las regiones áridas sucede lo contrario y en zonas tropicales hay un balance de ambos procesos, gracias a las temperaturas cálidas y abundante lluvia. Un tercio de los ecosistemas del planeta se encuentran en zonas secas y son propensos a degradarse al punto de la desertificación. No bastarán unos ruegos a Tláloc para lograr una misión exitosa, necesitamos poner en práctica las mejores estrategias.

¡Ah caray, soy yo!

No debería tomarnos por sorpresa el descubrir que nuevamente la actividad humana está detrás de esta crisis. Nuestras acciones alteran los niveles de carbono en los suelos y disminuyen su productividad, además de afectar todos los demás servicios ecosistémicos que nos proveen. El cambio de uso de suelos de ecosistemas naturales a tierras agrícolas ha provocado que se liberen entre 50 y 100 gigatoneladas de carbono del suelo a la atmósfera desde la Revolución Industrial.

El almacenamiento de carbono en los suelos es un servicio ecosistémico clave que depende de interacciones ecológicas que hemos alterado.
Foto: Pixabay

La destrucción de los bosques tropicales hace que los niveles atmosféricos de dióxido de carbono crezcan, ya que los microbios descomponedores no reciben carbono de la vegetación. La temperatura de los suelos incrementa igualmente, a falta de la sombra que solían proporcionar los árboles. La minería reduce los niveles de materia orgánica en los suelos y esto provoca que menos agua de lluvia pueda infiltrarse y retenerse, así que ocurren más inundaciones.

La pérdida de materia orgánica y el cambio de uso de suelos aceleran la erosión y pueden provocar que se libere un exceso de nutrientes a cuerpos de agua cercanos. Esto resulta en una sobrepoblación de algas que se alimentan de ellos y acaban con las especies nativas del ecosistema acuático. Sumado a esto, la sobreexplotación, pastoreo excesivo, deforestación y malas prácticas de irrigación también disminuyen la fertilidad y productividad de los suelos e incrementan la incidencia de sequías, inundaciones y tormentas de arena y polvo. Esta información no puede mantenerse como un secreto enterrado y debemos dejar de entorpecer la misión.

Uso de suelos: el plan maestro

¿Qué podemos hacer para detener la liberación de carbono? Una de las prácticas clave dentro de la agricultura de conservación es mantener cubierta la superficie de los suelos. Así se mantiene la humedad y se genera protección y sombra, impidiendo el aumento de temperatura. Cuando el intervalo de tiempo entre la cosecha de un cultivo y la plantación del siguiente es muy largo, es momento de usar el arma secreta: los cultivos de cobertura. Mejoran la estructura del suelo y sus propiedades, ya que las raíces rompen las capas compactadas de tierra y dan a los suelos una mayor capacidad para retener agua. Movilizan y reciclan nutrientes y sirven de control natural de malezas y plagas. De este modo se reduce la necesidad de utilizar plaguicidas y fertilizantes químicos y, en una mayor escala, disminuye la contaminación por agroquímicos.

El almacenamiento de carbono en los suelos es un servicio ecosistémico clave que depende de interacciones ecológicas que los seres humanos hemos alterado. Hasta ahora, las modificaciones han exacerbado el cambio climático, pero nuestras acciones también pueden mejorar la captura de carbono, a través del manejo adecuado de suelos. Las buenas prácticas de labranza y control de erosión reducen la pérdida de carbono, mientras que el uso de composta y cultivos de cobertura aumentan el aporte de carbono a los suelos.

En cuanto a las sequías, se han puesto en práctica programas de monitoreo y alerta temprana, evaluaciones de vulnerabilidades y riesgos, y medidas de mitigación. El Dust Bowl ya nos demostró las consecuencias a las que podemos llegar. Para prevenir que esto se convierta en nuestra realidad a lo largo del planeta, es urgente restaurar los suelos degradados, evitar que el proceso avance y prevenir el aumento de desastres naturales. Pero tenemos estrategias diseñadas y ya conocemos los métodos necesarios para un resultado exitoso. Solo es cuestión de poner los planes en acción; no es una misión imposible.

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Mariana Castro Azpíroz estudió biología molecular en la UAM Cuajimalpa. Ha realizado investigaciones en colaboración con el Centro de Investigaciones Biológicas y Acuícolas de Cuemanco (CIBAC, UAM-X); además, se ha dedicado al cuidado y conservación de especies acuícolas endémicas. Desde 2019 se dedica a la divulgación científica y actualmente hace educación ambiental a través de redes sociales.

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