Por Mariana Pedroza

Todos recordamos el icónico capítulo de Los Simpson en el que Bart le vende su alma a Milhouse, convencido de que —en sus palabras— «eso del alma no existe, lo inventaron para asustar niños, como el Coco o Michael Jackson». En el resto del capítulo vemos a Bart sufrir los estragos de no tener alma: las puertas automáticas no se abren cuando él se acerca, no tiene aliento, no lo reconoce ni su perro ni su gato y es incapaz de reír.

«Pablo Neruda dijo que la risa es el lenguaje del alma», le comenta Lisa después de que uno de los sádicos episodios de Tomy & Daly no hace reír a Bart. «Conozco la obra de Pablo Neruda», contesta Bart, pero de risa, nada, ni siquiera cuando Homero se cae de forma aparatosa con su patineta.

Los Simpson se caracterizan, entre otras cosas, por hacer una constante crítica social y cuestionar con humor preceptos políticos, religiosos y culturales. Este capítulo no es la excepción. La pregunta «¿existe el alma?» conlleva una serie de problemas filosóficos y, más aún, prácticos: creer o no creer en el alma tiene implicaciones en las decisiones de vida de las personas y plantea cuestionamientos tales como: ¿Recibiré un castigo si hago tal o cual cosa? ¿Debo portarme bien para irme al cielo o reencarnar en algo mejor?

Las gemelas Sherri y Terri cantan en el sueño de Bart, al ritmo de la cuerda de saltar: «Bart vendió su alma / se cree muy moderno / y ahora por eso / se va a ir al infierno». La modernidad –entendida en su sentido laxo– está atravesada por una lógica positivista que le da preeminencia al conocimiento científico. Para qué hablar de alma cuando se pueden hablar de fenómenos mucho menos abstractos y más comprobables, como puede ser el funcionamiento de los neurotransmisores en el cerebro, el comportamiento condicionado o la indigestión.

Contestar qué es el alma no es tarea sencilla y cambia según la tradición a la que nos ciñamos. El término alma proviene del látin ánima, el cual, a su vez, deriva del griego ánemos (viento, hálito, soplo). En la cultura griega, como en muchas otras culturas antiguas, se entendía el alma como el principio de vida de todo ser viviente, una suerte de potencia o capacidad que da vida. Por definición, entonces, todos los seres vivos tienen alma, pues tienen algo que los mueve, que los hace estar vivos.

Hasta aquí, no hay nada trascendental en el alma. No es que el alma nos haga buenos o malos, simplemente nos hace ser. No es sino hasta la llegada del cristianismo que tomará un vuelco distinto, pues se concebirá el alma también como subjetividad o singularidad: ya no sólo es motor de vida sino que también encarna el porqué de nuestra existencia, nuestro significado y nuestro propósito, el cual debemos conocer y obedecer. Además, comienza a asociarse con la inmortalidad y, por tanto, debe ir en consonancia con los designios divinos, para que, al morir, el cuerpo que la alberga tenga un buen destino.

«Aunque el alma no sea real físicamente, es el símbolo de lo bueno que hay en nosotros», dice Lisa. Me parece acertado que utilice la palabra símbolo: en última instancia, no se trata tanto de poder comprobar la existencia o inexistencia del alma, como de entender por qué ha existido esa noción a lo largo de los siglos; aun si no existiera, parece que alberga una experiencia muy humana que es innegable: la experiencia de interioridad, de individualidad y de pulsión de vida. Somos más que cuerpo: somos intención, somos deseo, y no hay ciencia física que alcance a dar cuenta de ese fenómeno.

En el sueño de Bart, todos los niños están acompañados de su alma menos él y, solo, no logra llevar su barca a ningún puerto. «¿Pero sabes, Bart? Hay filósofos que creen que no se nace con un alma, que hay que ganarla con sufrimiento, meditación y oración, como tú lo has hecho», le dice Lisa al final del capítulo. Tal vez Bart no recuperó su alma sino que, en toda su odisea por recuperarla –y recuperar con ello la risa y la conexión con los demás–, recordó que la tenía.

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Mariana Pedroza es filósofa y psicoanalista.

Twitter: @nereisima

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