Por Mariana Pedroza*

Mi padre fue un buen padre, muy al estilo de su generación: un padre ausente pero proveedor, volcado por completo al trabajo pero todo porque “nos quería y no quería que nos faltara nada”. O eso dice el mito familiar. Padre cuenta que un día, cuando yo tenía más o menos nueve años, cayó en cuenta de que esos animalitos humanos que hacían ruido a su alrededor –mi hermano y yo– eran de verdad personas, con individualidad propia. Yo lo molesto diciendo que tardó varios años antes de aprenderse nuestros nombres, o cuando menos, antes de pronunciarlos con conciencia.

Sin embargo, es verdad: nunca nos faltó nada. De acuerdo a los roles tradicionales, él hacía lo que le estaba encomendado, mientras mi madre se hacía cargo de toda la logística cambiapañales, compramonografías y tejedisfraces. Mi historia en realidad es un lugar común, y por eso viene a cuento contarla: muchas familias de mi generación (y de varias atrás) tuvieron dinámicas semejantes a la mía.

Temo pecar de ingenua al decir que esto ya está cambiando. No obstante, el feminismo actual al menos está volviendo a poner el debate sobre la mesa: ¿Qué es ser un buen padre? ¿Cuál es el lugar del hombre en la paternidad y qué derechos deberían ser exigidos para que éste participara más directamente en la crianza de sus hijos?

Nos encontramos, de entrada, con que en este país los hombres no reciben licencia de paternidad en su trabajo cuando nacen sus hijos, los baños para hombres casi nunca tienen cambiadores y, así como se les pregunta a las mujeres en muchas entrevistas de trabajo si planean embarazarse pronto –una pregunta discriminatoria–, se asume que la paternidad de un hombre no interferirá con su vida profesional, pues para eso está la mujer, de quien se espera que haga todo el trabajo de crianza, trabajo por lo demás invisibilizado y carente de remuneración.

La lucha por la legitimación de la función paterna en la esfera pública todavía tiene mucho camino por recorrer, pero esta lucha es paralela a otra igual de importante que empieza en la esfera privada: la de la reponderación de los roles, la toma de conciencia y la sensibilización de los varones con respecto a su lugar como padres.

A propósito del Día del Padre, ayer vi My Own Man (2014), un documental disponible en Netflix sobre la relación de los varones con sus padres. David, caracterizado por no haber sido nunca «muy hombre», va a ser padre de un varón, lo que lo lleva a preguntarse qué clase de padre tendría que ser para su futuro hijo, así como a buscar sanar su relación con su propio padre que, a la vieja usanza, le impuso una serie de expectativas asociadas a la masculinidad, mismas que –sobra decir– no pudo cumplir.

La difícil relación de David con su padre conjuga muchos de los presupuestos sobre lo que significa ser un hombre y las limitantes socialmente impuestas en la relación entre los varones y, en particular, entre los padres y los hijos. Si pensamos a la niñez como el periodo que encarna por antonomasia la vulnerabilidad, la dificultad se vuelve evidente: ¿Cómo acompañar la fragilidad de un ser en construcción desde la frialdad o la dureza de una virilidad estereotípica? Si a la falta de disponibilidad afectiva le sumamos, además, la poca disponibilidad de tiempo que comúnmente tiene un padre proveedor, nos encontramos con una relación vacía.

«Si me preguntas: ¿qué hubiera hecho distinto? No sé, porque no me acuerdo, no sólo de cosas específicas, no me acuerdo en general», dice el padre de David cuando éste le increpa sus frecuentes explosiones de ira. Esta falta de memoria me parece un síntoma icónico de este tipo de paternidad tradicional: una combinación de inmediatez irreflexiva, en parte resultado del estrés del trabajo y de todas las otras cosas «importantes» que aquejan al hombre ocupado, con un pragmatismo indolente típicamente «masculino» que no contempla el impacto emocional que tienen sus actos sobre el otro ni se toma el tiempo de ver realmente a sus seres queridos y apropiarse de su historia.

Ser padre se trata, sobre todo, de acompañar. ¿Pero cómo se acompaña a un ser en desarrollo, a un otro tan otro que no sabes qué será pero que definitivamente será algo distinto a lo que habías pensado? Sospecho que es una pregunta imposible de contestar, razón por la que la paternidad nunca deja de ser un reto e implica siempre estar alerta, reajustando o abandonando expectativas; replanteando reglas e inventando nuevas formas de acercamiento.

«Miro a mi hijo e intento imaginarme el hombre qué será –dice David—. A veces siento que puedo ver ciertos destellos. En algunas cosas será como yo y en otras cosas no. Estoy bien con ambos escenarios». Quizá se trata sólo de eso, de estar abiertos a ser sorprendidos y de buscar ofrecer, a partir de eso, el apoyo y el acompañamiento que cada hijo necesita. No es una encomienda menor: esa apertura requiere de un trabajo personal de sensibilización y reconexión con nuestra emocionalidad y nuestro presente, un reto igualmente grande para hombres y mujeres, pero al que históricamente los hombres no le han dado prioridad. Ya es hora de empezar.

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Mariana Pedroza es filósofa y psicoanalista.

Twitter: @nereisima

*Gracias a Javier Raya y Tania Tagle por encender, como siempre, la mecha de la reflexión.

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