Nos cuesta trabajo creer que haya dos versiones de una historia tan universal como la de las guerras. Cuando hablamos de casos personales, de relaciones interpersonales quizá, es natural que existen dos percepciones de un mismo fenómeno; sin embargo, resulta grotesco que algunos se atrevan a desafiar la historia con la versión de los vencidos y los dominantes. No puede suceder así, cuando hay muerte, violencia y poder, pues sólo hay una historia y no se sujeta a interpretación.

Esto es lo que ha sucedido con la Segunda Guerra Mundial, especialmente con el episodio del Holocausto perpetrado por el poderío nazi bajo la dirección de Adolfo Hitler. Este hombre, un orador nato y apasionado de la idea de una nación, llevó a Alemania de un extremo a otro: del orgullo nacionalista como potencia hasta el desafío de su humanidad. Resulta sorprendente, pero el resultado de la guerra y antisemitismo, en este caso, fue la idea de un hombre realizada por más hombres. Y cuando hablamos de una naturaleza escondida pero activa de destrucción y violencia, entonces hemos de decir que estamos involucrados todos en las dos partes.

Rally del Partido Nazi en 1936. / Getty Images

La historia que cuentan los judíos es tan real como la de los agresores. Aquellos que niegan el Holocausto, para fines prácticos, hemos de ignorarlos. La Segunda Guerra Mundial se cuenta hacia un mismo lado, pero con sus variantes. Hay historias de quienes sufrieron y sobrevivieron a los campos de concentración, o aquellos que se movieron a la resistencia de los países invadidos por los nazis, y están las individuales. Todas y cada una de ellas se han llevado al cine como una forma de mantener en la memoria la capacidad humana de perderse en sí misma, pero también para sensibilizarnos sobre un problema que simplemente ha cambiado de nombre generación tras generación.

Con un repaso a la historia del cine, descubrimos cientos de títulos relacionados a la época, algunos más dramáticos que otros, unos más emocionales y otros tan crudos, que cuesta trabajo asumirlos. Naked Among Wolves de 1963 y 2015,Trenes rigurosamente vigilados de 1966, Sophie’s Choice de 1982, La lista de Schindler de 1993, Bent de 1997, El amor en tiempos de odio de 2000, hasta llegar a El pianista de 2002 bajo la dirección de Roman Polanski. Esta cinta ha sido catalogada como una de las mejores de la filmografía del polaco y una de las más emocionales en cuanto al tema que se aborda. En 2002 se llevó la Palma de Oro en el Festival de Cannes y varios reconocimientos a nivel mundial.

El pianista entra en las historias individuales al presentar la historia de Władysław Szpilman, un pianista polaco, artista conocido por interpretar en la radio polaca y pertenecer al mundo intelectual de la Polonia antes de la guerra. La película de Polanski está basada en las memorias de Szpilman sobre cómo logró sobrevivir a los horrores de la invasión alemana en Varsovia. El pianista, como mencionamos, se convierte en una obra mucho más personal al tratar el viaje de un solo hombre. No el horror de los campos de concentración, ni en este caso, la resistencia polaca de Varsovia conocida como Warsaw Uprising. Sino un hombre que intenta sobrevivir fuera de los muros impuestos por los nazis.

La familia de Szpilman es obligada a moverse a los guetos de judíos formados en la capital de Polonia. Aquí, la gente se divide en distintos grupos de acuerdo, muchas veces, a su clase económica. De este modo, Szpilman comienza a tocar el piano en cafés y restaurantes visitados por nazis y judíos adinerados. Una noche, él y su familia deben migrar supuestamente al este del país, donde tendrán un espacio donde vivir; sin embargo, la realidad dictaba que entrarían a un campo de concentración.

La profesión de Szpilman y su naturaleza tranquila, como lo vemos en El pianista, lo salvan de la muerte dos veces. La primera cuando un amigo suyo, quien trabajaba golpeando judíos, evita que entre al tren y la segunda, aún más emocional, cuando toca una pieza de Chopin que sensibiliza a un oficial nazi.

A partir de este momento, Szpilman se encuentra completamente solo. Con ayuda de amigos, colegas y viejos conocidos, sobrevive fuera del gueto, pero los distintos peligros que supone escapar del régimen, lo llevan a un momento de soledad, hambre y desesperación. El pianista es, en todas sus formas, una expresión libre del sadismo humano. Roman Polanski vivió de niño la ocupación alemana, esa podría ser la razón por la cual se nota la fuerza de la historia en cada escena, diálogo y en la capacidad de Adrian Brody de interpretar a un ser en un estado indigno.

Polanski no teme mostrar la realidad de la época. Hay niños, mujeres y hombres muertos en las calles que recorre Szpilman. Y no tendría que sentirse avergonzado. El pianista es una de las películas no documentales que han sido más definitivas en cuanto al apego histórico. Su gran ventaja es que es un historia meramente personal sobre cómo un sujeto vivió los horrores de la guerra y la persecución de su pueblo y gente. No hay que atenerse, con rigor, a datos o fechas, sólo a los que Szpilman recordó y escribió en sus memorias.

Ronald Harwood, quien se llevó un Oscar por la adaptación, cambió algunos detalles de la historia, pero sólo los que fueron justos y necesarios en favor de una narrativa con imágenes y con un menor tiempo, es decir, para la pantalla grande. El pianista tiene su propio infierno, y es uno tan emocional, que es imposible no conectarse con el instinto de supervivencia del personaje principal, ni ignorar la falta de humanidad en la historia del hombre y en periodos decisivos como este.

Estos dos se representan en una de las escenas más importantes del filme. Szpilman ha sobrevivido más de un año con sobras de comida. En un hospital abandonado por los bombardeos previos entre la resistencia y el ejército alemán, el músico encuentra papas podridas y agua sucia, y cuando están a punto de hacerlo pedazos, logra escapar al saltar un muro que, por su debilidad, lo lastima. La toma abierta muestra a Polonia destruida, vacía, en soledad y llena de muerte considerando la presencia del mismo Szpilman, quien camina buscando algo que probablemente no vaya a encontrar.

Así, encuentra una casa abandonada donde hay una enorme jarra de pepinillos. Lo más probable es que estén caducos, pero en tiempos de guerra cuesta imaginarse a alguien rechazando algo que no podría hacerle más daño que la soledad y el hambre. Mientras intenta abrirlos con un atizador de chimenea, aparece un oficial nazi de alto rango. Este lo ve y pregunta si es judío y cuál es su profesión. Cuando Szpilman responde que es un pianista, el infierno de la película cambia.

El oficial, que en la vida real llevaba por nombre Wilm Hosenfeld, lo lleva a un cuarto con un piano sucio y abandonado. Le pide que demuestre ser un pianista, que toque algo para él. Szpilman decide tocar la misma pieza que interpretó en la radio polaca la noche en que Alemania invadió Polonia: “Nocturno en cis moll” de Chopin. La música lo salva, la sensibilidad del hombre lo salvó de una muerte y más humillante después de todo lo que había atravesado. Hosenfeld comienza a llevarle comida y abrigo a Szpilman, pues él también sabe que el fin del Tercer Reich está muy cerca con los Aliados moviéndose hacia Alemania.

Unos cuentan que Szpilman le dio su nombre al oficial por si un día lo escuchaba en la radio polaca. Otros, como Polanski en El pianista, dicen que fue al revés, que Hosenfeld le pide su nombre. Si la cortesía vino de un lado o del otro, no es importante. Lo trascendente de esta escena se encuentra en el proceso de humanidad que vivió el oficial y Szpilman, quien dejó de ser menos que un animal y un judío, para volver a ser hombre frente lo sagrado (si esa palabra es justa) del arte.

Szpilman, cuando llegó al final de la Segunda Guerra Mundial con la llegada de los rusos a Polonia, y su posterior dominio en Alemania (donde los horrores se depositaron en un pueblo arrepentido y obligado), siempre habló de lo “decepcionado” que se sentía frente a la falta de interés y humanidad de los nazis y judíos que comían cuando había hambre afuera. Esa “musicalidad” del hombre que, al final, lo salvó para contar su historia, una que debe ser escuchada por todos.

Polanski se llevó la Palma de Oro en Cannes y tres premios Oscar por Mejor Guión Adaptado, Mejor Actor para Brody y Mejor Director para él. Se llevó cada uno de estos premios y más cuando tenía prohibido pisar suelo americano por acusaciones de violación contra una menor en la década de los 70. La grandeza de El pianista se ha visto cuestionada en varias ocasiones; sin embargo, hemos de separar, por el bien de la historia del cine, la obra del artista sin importar si en esta película, en El pianista, la presencia de Polanski fue determinante para contar una historia tan humana.

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